Es probable que cuando nuestros nietos estudien el primer cuarto del siglo XXI aparezca Zapatero como la figura esencial al modo en que Cánovas del Castillo lo fue de la Restauración. Si el PSOE sopla las velas de los 200 años de honradez tampoco es descartable que una sala del Congreso lleve su nombre y le dediquen premios a la concordia por haber acabado con el terrorismo. Tuvimos a nuestro Mandela y no supimos apreciarlo, dirán los libros de texto.
Ahora que de casi todo hace veinte años, como decía Gil de Biedma, nos gustaría que aquella mañana fría de marzo que nos heló el alma no fuera más que una pesadilla y que las risas en Ferraz tres días después jamás se hubieran producido. Sin embargo, aquí estamos, dos décadas después sacudiéndonos los fantasmas salidos de una misteriosa bolsa aparecida en comisaría y con la única certeza de que aquellos idus de marzo sólo lo fueron para los enemigos de España.
El paso de los años muestra la obra de Zapatero en todo su esplendor. El 14 de marzo resucita el guerracivilismo sepultado incluso antes del abrazo de la Transición, que es cuando se perdonan los políticos después de que el pueblo ya lo hubiera hecho. Muy pronto su acción de gobierno descubre a un nieto de la guerra con sed de venganza. Zapatero, a diferencia de la derecha que condena a sus abuelos por el levantamiento del 18 de julio, sí tiene un plan. Quiere reescribir la historia, legitimar el Frente Popular e incorporar a ETA no sólo a las instituciones, sino al Gobierno.
Sin saberlo -o eso dicen- el PP colabora en 2002 con el germen de la ley de la memoria histórica a la que al principio se opone y luego mantiene con entusiasmo. Ironías de la vida, el vicepresidente Rajoy acuerda con los socialistas un texto donde elogia la ley de amnistía de 1977 porque puso fin «al enfrentamiento de las dos Españas» y trajo la Constitución de «la concordia». Enfrentamiento y concordia, ¿de qué nos sonarán estas palabras?
Zapatero, de aprendiz a maestro, proyecta desde el inicio una hostilidad hacia la cruz inaudita en España desde los años treinta. Promulga leyes contra la familia, impone la ideología de género en las escuelas y promete desenterrar a Franco y acabar con el Valle de los Caídos, que alberga la cruz más grande del mundo. Obras son amores, Zapatero escoge la noche en que asiste al noventa cumpleaños de Santiago Carrillo —responsable del genocidio de Paracuellos— para retirar la última estatua de Franco de Madrid.
Su llegada al poder la adorna de buenas formas y talante del que se benefician no los españoles, sino la ETA y Otegui, rebautizado como un dialogante «hombre de paz». El trato es sencillo: si dejan de matar formarán parte del juego democrático. Por eso hoy apenas sorprende que los aliados del Gobierno sean otros terroristas como Gustavo Petro o el Grupo de Puebla.
En realidad, nada de lo que ocurre se explica sin Zapatero, el arquitecto de la España de principios del XXI e impulsor de la segunda Transición. Todo lo que padecemos desde hace veinte años lleva su rúbrica: pérdida de relevancia internacional, cesión de soberanía, más inmigración ilegal e islamización, menos natalidad, más aborto, una acusada desindustrialización y el ataque permanente al sector primario.
Es fácil olvidarlo, pero el 11 de marzo no sólo vuelan por los aires los trenes. También el plan hidrológico nacional, más que una necesaria y magna obra de ingeniería, la única forma de cohesionar a un país al que años antes le arrebatan la mili. Que el agua no llegue a todos es el peaje que ERC impone a Zapatero para alcanzar la Moncloa. Luego vienen los estatutos de segunda generación que, en el caso catalán, promete aprobar tal y como salga del parlamento regional. «Dentro de diez años España será más fuerte y Cataluña estará mejor integrada en España», vaticina en 2006.
Otro de los grandes logros de Zapatero es haber sometido a la Iglesia —si no lo estaba ya— al poder del Estado. A pesar de las reticencias iniciales de los obispos, el PSOE profana la tumba de Franco del interior de un templo cristiano sin mayores problemas. La conferencia episcopal declara que respeta la decisión de las autoridades y no se opone a la exhumación.
Veinte años después, Zapatero ha conducido a España por uno de los túneles más oscuros de nuestra historia. España es una nación con menos músculo moral, una clase media depauperada, más desempleo y peores expectativas para la juventud mientras los separatismos disfrutan de más poder que nunca. Zapatero premió sus crímenes con legalidad y dinero público cuando ETA agonizaba. El Supremo trató de impedirlo, pero el Constitucional controlado por los socialistas validó a Bildu. Destruido el Estado de Derecho, la corrupción está más extendida que nunca. Claro que para tales propósitos el PSOE jamás ha estado solo.