«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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VIVIENDO DEL MITO REVOLUCIONARIO

El chavista Jorge Rodríguez, un burgués resentido

Aquel joven sindicalista apenas pasaba de la veintena de años cuando la noticia del asesinato del dirigente de izquierdas Jorge Rodríguez conmovió a Venezuela. Corrían los días de julio de 1976, primer mandato del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez. Oscar leyó seguramente en algún titular la noticia del hallazgo del cadáver de Rodríguez, cuyo nombre ya había visto en las pintas callejeras que en las paredes de su ciudad exigían, a nombre de la Liga Socialista “Liberen a Jorge”.

La desaparición de Jorge Rodríguez, David Nieves, Iván Padilla, Carlos Lanz y Salom Meza Espinoza, llegó como un mal presagio al oído de la dirigencia de izquierdas en aquel fatídico año para los restos de la subversión guerrillera venezolana. Todos sospechaban que las detenciones se debían a lo mismo, y lo que en ese momento mantenía ocupada a la izquierda venezolana era el secuestro del representante para Venezuela de la trasnacional del vidrio Owens Illinois William Niehous.


Al industrial lo secuestra un comando del Partido de la Revolución Venezolana liderado por Carlos Lanz. Agobiados por la persecución de los servicios de inteligencia y carentes de recursos logísticos, acudieron a la colaboración de otras fuerzas de izquierdas, atraídos quizás por la posibilidad de obtener parte del botín por el rescate o la fama por la acción. Gracias a la delación cometida por uno de los primeros detenidos (Iván Padilla) se conoce el nombre de los demás involucrados. Así cae Jorge Rodríguez Padre en manos de sus verdugos, quienes con una saña difícil de describir, más que un cadáver dejaron un guiñapo en lo que fuese una vez el cuerpo de un ser humano.

Los verdugos fueron condenados. El cuerpo, o lo que quedaba de él, fue entregado a la viuda, Delcy Gómez de Rodríguez, quien con sus dos pequeños hijos Jorge de 10 años y Delcy de 7 años, acudió rodeada de miles de militantes de la Liga Socialista y otros partidos y organizaciones estudiantiles de izquierdas al Cementerio General del Sur, a enterrar a su marido.

Oscar, el joven veinteañero sindicalista de izquierda, sintió esa muerte como si fuese la de un familiar. Así se sentía cualquier militante de izquierdas de la época con el hecho. A sus actividades en el pequeño sindicato al que pertenecía, se le fueron sumando ideas de reivindicación más allá de lo sindical que, irremediablemente, lo llevaron al año siguiente del martirio de Jorge Rodríguez padre, a inscribirse en el Partido Comunista de Venezuela.

Quiso el destino que, cuarenta y cinco años después, el otrora veinteañero Oscar Figuera, fuese el único diputado del Partido Comunista en el parlamento dominado por militantes del partido chavista PSUV. Quiso el destino que coincidiera esa presencia, esa representación íngrima de los comunistas en su secretario general Oscar Figuera, con la presidencia del parlamento siendo ocupada por el hijo de aquel mártir de la izquierda.

Y el destino, jamás adivinado por los mortales hasta que se hace presente, quiso que fuese el hijo del mártir que llevó a Figuera a hacerse comunista, el juez que lo sentenciara, a viva voz en los actos solemnes de conmemoración del golpe de estado chavista el 4 de febrero de 2020:

  • Quintacolumna, chantajista que se oculta tras las siglas de su partido, que se escuda en una historia gloriosa que no le pertenece.

Tras la sentencia, lo condenó al silencio, escudándose en el reglamento de debates: “Usted es uno entre 277 parlamentarios, por tanto le toca hablar dentro de 277 derechos de palabra.”

La historia, revisada desde el materialismo o desde la sorna del bumerán, tiene extraños vericuetos para explicarnos cómo se inician las guerras internas en lar organizaciones políticas y mafiosas.

Silencio, Figuera. Ordenado por el hijo del mártir que te llevó a hacerte comunista.

Ser burgués viviendo del mito revolucionario

“Padre, hoy te marchas cuando nos haces más falta. Pero tu ejemplo revolucionario lo llevamos muy dentro. Escucha en estas mis palabras el rumor del pueblo de los desposeídos. Los que hoy te apartaron del camino no saben que están abriendo cien más”.

Con esas palabras cerraba el pequeño Jorge el discurso que alguien escribió para ser leído por el primogénito del martirizado dirigente de la Liga Socialista. Partido en el que militaría a posteriori, también, Nicolás Maduro. Un partido pequeño, con un “frente legal” con tarjeta electoral y participación en el parlamento, y con un “frente clandestino” llamado Organización de Revolucionarios, en la que se hacían labores de sabotaje callejero y organización de protestas violentas en universidades.

Con el tiempo, el hijo del mártir entraría a la Universidad Central de Venezuela a estudiar medicina. Antes de graduarse, logró constituir un movimiento político con el que llega a presidente de la Federación de Centros de esa universidad. El “Grupo 80” saca del juego a otras organizaciones tradicionales de izquierda en la histórica universidad donde su propio padre fuese dirigente estudiantil. Se atisbaba entonces que el heredero sí tenía futuro. Y con él, su tendencia.

Pero ese discurso leído el día del sepelio del mártir, donde se habla por los desposeídos, estaría muy lejos de lo que sería la vida del huérfano. El hijo del socialista logró graduarse de médico y especializarse en Psiquiatría, además de dedicarse al mundano y pequeño burgués hobby de la escritura de cuentos eróticos. Gracias a eso, fue tomado en cuenta como estrella emergente de la literatura sucia de la Caracas de mediados de los noventa, siendo repetido su nombre en suplementos literarios, donde muy poco se mencionaba su origen familiar, militancia o pensamiento político. Estamos hablando de una etapa donde ya nadie recordaba siquiera a su papá como noticia trágica del pasado.

El hijo del mártir aparece montado en el barco del chavismo como figura independiente, no partidista, para la conformación de un organismo electoral “imparcial” que organizara un referendo revocatorio convocado por los opositores a Chávez en 2004. Allí, se usa su figura como garantía de imparcialidad del ente comicial, pues, caramba, es el hijo del mártir. Ilusos, depositaron en él su confianza tirios y troyanos. Nadie midió lo que se venía.

Allí estuvo varios años, hasta que Chávez lo nombra vicepresidente de la República, cargo del que sale a competir por la alcaldía de Caracas. Electo y reelecto, regresaría al gabinete con la llegada de Nicolás Maduro al poder, encargado fundamentalmente de la política comunicacional y de desinformación del régimen.

No es Jorge Rodríguez el hijo del mártir en estricto sentido. En realidad, es el engendro creado por los verdugos del mártir y los cultores del mismo. Y se nota. Se revela en cada intervención: no hace alocuciones sino juicios. No hay declaraciones sino sentencias, condenas y tortura psicológica. Martirio verbal, verdad torcida, ausencia de compasión por el otro y, por supuesto, veredicto inapelable. Ni siquiera derecho a réplica.

No es un burgués vengativo cualquiera: es uno que se hizo burgués para vengarse del rol que se le asignó en la revolución venezolana. Cuarenta y cinco años esperando para mandar a callar a los otrora camaradas. Cuarenta y cinco años esperando reclamarles el rol que le asignaron: el de hijo del mártir del pueblo desposeído.

Eso no es lo que el ha querido durante cuarenta y cinco años. Lo que él ha querido lo ha hecho: vestirse con la elegancia burguesa con la que se vestía el industrial secuestrado por su padre, cebarse con el débil como lo hicieron los verdugos de su padre, sacar del país a sus hijos para evitarles gritos y desprecios. Poco éxito en esto, pues no hay lugar en el mundo donde no exista un venezolano capaz de tomar su celular y gritar, como le gritaron a su hija Lucía “enchufada, corrupta, asesina” en una playa de Australia, o a su hijo Héctor “enchufado, sinvergüenza, asesino” en alguna calle mexicana, donde creía que el anonimato le ayudaba.

Es obvio que hablamos de un personaje perfecto para ser odiado. Un perfecto protagonista de guerras intestinas, donde las purgas ameritan un verdugo que, lo sabía Robespierre, tarde o temprano sucumbirá dejando tras el rodar de su cabeza un manchón de sangre y un grito de algarabía que será muestra de alivio y alegría de los escarnecidos por él, en jornadas previas.

El verdugo que es hoy el hijo del mártir, sabe que en cada martirizado, en cada esquina de cada calabozo, en cada cárcel del chavismo, quedaron herederos que esperarán también las décadas que sean necesarias.

El verdugo hijo del mártir sabe que su andar no será eterno ni su final feliz, como en sus cuentos homoeróticos.

Guerra en prolegómeno y epílogo

¿A quién representa Jorge Rodríguez cuando lanza su condena contra el camarada secretario general del Partido Comunista de Venezuela? A la burguesía emergente del chavismo que anda vendiendo el fulano “modelo chino” como salida a los desaciertos económicos del “socialismo del siglo XXI” que vendió como éxito socialista la bonanza ficticia de diez años de precios del petróleo por encima de los cincuenta dólares el barril. No había éxito de políticas públicas socialistas, lo que había, y de sobra, era dinero de la renta petrolera para acallar las quejas de todos los sectores.

Esa mentira se acabó. En parte, porque acabaron con la industria petrolera, incapaz de levantar más de 400 mil barriles diarios del crudo, con colaboración de aliados comerciales internacionales cada vez más reacios a hacer negocios con un régimen forajido, al que poco le falta para empezar a pagar cargamentos de gasolina con panelas de cocaína.

Piden entonces esos nuevos burgueses, conocidos como boliburgueses los más veteranos y bolichicos los más jóvenes, que se les permita seguir haciendo negocios a la sombra del Estado que ya los hizo ricos a ellos y a sus antepasados, pero más importante aún: piden que el régimen se transe con los poderes fácticos internacionales que les impide disfrutar de sus fortunas.

Algún tipo de avenimiento con una oposición falsaria, algún tipo de nueva zona de confort con un gobierno estadounidense de política exterior laxa y complaciente, como suelen ser las administraciones demócratas. Alguna negociación que les limpie a todos un poco el rostro, después de haber pasado más de una década siendo acusados de mafiosos, narcotraficantes, legitimadores de capitales, testaferros, intermediarios y aprovechadores del erario nacional.

Oscar Figuera, el camarada secretario general del Partido Comunista de Venezuela, representa a los que de verdad creyeron que hacían una revolución, a pesar del siglo XXI, de la caída de la URSS y de internet. Son esos que de verdad creen que las consignas son declaraciones reales: todo el poder para el pueblo, comuna o nada, patria, socialismo o muerte, etc.

Pues no. Nada de eso. Aquí se hizo una revolución para hacer dinero, para salir del proletariado a la burguesía. No para poder al proletario a gobernar. Es la eterna historia del uso del proletario, trabajador, campesino o masa-pueblo como coartada para llegar al poder y convertirse en oligarquía inamovible, tan inamovible como el ancien régime al que se juró destruir.

Lo saben en Rusia, lo saben en China, en Vietnam, en Cuba. Y ahora, lo saben en el Partido Comunista de Venezuela. O, al menos, empezarán a saberlo, si son muy lerdos en el entender.

Pero en suma, hay un solo cuerpo. Pues sumados, ambos bandos de chavistas en aparente guerra son exactamente lo mismo: son el chavismo sin Chávez. Porque Chávez se murió y el chavismo no murió con él del todo porque hay una oposición falsaria que lo mantiene vivo. En coma, con muerte cerebral, pero respirando y dañando.

Los chavistas sin Chávez seguirán ahí, condenados. Derramaron ya suficiente sangre ajena y, quizás, se les haya abierto el apetito para ver derramar un poco de sangre propia, ante la escasez de oferentes en el bando enemigo.

Cosas de revoluciones.

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