[Este artículo fue escrito después del asesinato del profesor Samuel Paty el 16 de octubre a manos de fundamentalistas islámicos, pero por su interés y ante los recientes asesinatos de tres católicos en una iglesia en Niza a manos de un terrorista islamista, lo publicamos para nuestros lectores].
He aquí entonces la víctima 267 del islamismo desde 2012. Después de los niños, los militares, los policías degollados delante de su hijo pequeño, los periodistas, los adolescentes de Marsella, el jefe de empresa decapitado, el sacerdote en su parroquia, las innumerables víctimas del Bataclan o de Niza, es el turno de un profesor.
La historia parece repetirse en el horror, pero se diferencia en que pone de relieve las múltiples complicidades, la cadena humana que ha marcado el blanco a abatir, la fatwa 2.0 antes de que el asesino pasara a la acción. Descubrimos alumnos, profesores, asociaciones locales, imames, gran cantidad de intermediarios anónimos en la red. Una caso de denuncia que no parece aislado en la Educación nacional pero que, esta vez, ha encontrado el verdugo para llevar adelante el asesinato.
Les hablamos de «separatismo» para evitar recordar que el término «islamismo» procede de la palabra «islam». El término es inadecuado y revela la aproximación del análisis: el separatismo designa el mecanismo político de un pueblo que apunta a la independencia. Los islamistas no buscan la independencia de una parte del territorio, sino que quieren someter el conjunto de la sociedad francesa a las reglas de la sharia.
Es una obra de subversión organizada desde dentro y alimentada, a menudo, desde fuera. Esta influencia exterior encuentra agarre en las múltiples fidelidades de los individuos; en este caso, para una gran parte de los musulmanes, el apego a sus país de origen, a la Umma (la asamblea de los creyentes), al sunismo, etc.
Sus armas: el número, la juventud, aliados objetivos islamo-izquierdistas que cultivan el arrepentimiento occidental, la orden a vivir juntos, los Derechos del Hombre corrompidos, un islam en expansión a nivel mundial.
¿Las nuestras? La laicidad y no mucho más.
Hacer un llamamiento a la laicidad para abordar la cuestión del islamismo es una manera de reducir el debate a la cuestión religiosa e ignorar el hecho social que es el islam
Estoy convencida que quienes invocan «la República» como una fórmula mágica y esgrimen la laicidad por doquier no utilizan las buenas armas y dejan de lado lo esencial. La laicidad tiene su lugar en una respuesta global, pero no es suficiente. Le pedimos lo imposible. Invocamos como una evidencia un concepto perfectamente asimilado en Europa, pero desconocido al islam y las civilizaciones islámicas: la separación de lo público y lo privado, de lo espiritual y lo temporal, de lo político y lo religioso, de Dios y de César.
La retórica es inoperante sobre todo para una gran parte de la juventud francesa musulmana; recuerdo que para el 74% de la misma sus convicciones religiosas son anteriores a los «valores de la República», y el 26% no condena a los yihadistas (encuesta Ifop realizada en 2020 entre jóvenes de 15-24 años).
Hacer un llamamiento a la laicidad para abordar la cuestión del islamismo es una manera de reducir el debate a la cuestión religiosa e ignorar el hecho social que es el islam. Es desviar la mirada del tema de la política de inmigración, de la delincuencia endémica que es el terreno de crecimiento de la radicalidad, del comunitarismo islámico vinculado al número, del desafío de la asimilación; en resumen, de la dimensión civilizadora del problema.
Dejemos de lado los falsos pudores y los antiguos lentes anticlericales: en Francia no hay un problema con el catolicismo, el protestantismo, el judaísmo o el budismo. Tenemos una problema con el islam radical, solo con él. No es enfrentando los cultos, para tener buena conciencia, y penalizándolos a todos de paso, sobre todo en relación a la cuestión de la escuela privada no concertada, como frenaremos el fenómeno.
También es ineficaz esforzarse por constituir un islam de Francia. Como dice el politólogo Frédéric Saint-Clair: «El papel de la República no es distinguir el islam bueno del malo, o facilitar un islam ilustrado. Son los musulmanes los que tienen que hacerlo, si lo desean. La República debe definir el marco político y cultural de la nación».
Contentarse con alardear de laicidad es, en mi opinión, una cobardía que se hace pasar por firmeza. Es un modo políticamente aceptable de protegerse de la crítica de «nada de amalgama» que paraliza las mentes
Es, por tanto, ilusorio por parte del Estado querer hacer teología, intentar controlar el islam favoreciendo algunas corrientes respecto a otras, crear interlocutores artificiales porque el islam no tiene clero, o intentar hacer desaparecer la religión de la sociedad o del espacio público. El Estado es laico y como tal debe permanecer. Sin embargo, la sociedad no lo es.
Contentarse con alardear de laicidad es, en mi opinión, una cobardía que se hace pasar por firmeza. Es un modo políticamente aceptable de protegerse de la crítica de «nada de amalgama» que paraliza las mentes, encadena el debate e impide toda reflexión sobre el tema. Hay que decir las cosas: si hay musulmanes moderados que se preocupan cuando se denuncia al islam, es que la ambigüedad está en su parte. No en la nuestra. Incluso los cómplices de ayer (Licra, SOS racisme y compañía) cambian de bando denunciando hoy al Colectivo Contra la Islamofobia en Francia (CCIF), cercano a los Hermanos Musulmanes.
¿Qué imagen le damos nosotros? Para ellos somos unos infieles, unos hedonistas, unos consumistas, unos ateos que despreciamos lo sagrado; somos la sociedad del vacío, del individualismo y del relativismo. Para ellos nosotros hemos matado a Dios, la patria y la familia. Ven una sociedad cobarde, que solo sirve para organizar marchas, encender velas y gritar «no tendréis mi odio». Contrariamente a ellos, nosotros hemos olvidado que el islam y Europa no han dejado de enfrentarse en trece siglos.
En nombre de la tolerancia, el multiculturalismo ha acabado por destruir otra libertad: la libertad de expresión y de opinión
Nuestros gobernantes esperaban suscitar el respeto y la adhesión por el modelo de «vivir juntos». Sus defensores imaginaban, y siguen imaginando, que eliminando todo rastro de la nación histórica francesa, abandonando la exigencia de asimilación, rechazando la preeminencia de nuestras tradiciones, tratando a todas las culturas por igual, aplicando la ley con «magnanimidad», concediendo «ajustes razonables», se evitaría que los extranjeros se sintieran «excluidos» y nosotros contribuiríamos así a su inserción en la sociedad francesa.
El resultado no se ha hecho esperar: ¿por qué adherirse a un modelo de sociedad que incluso los herederos directos ya no quieren defender? ¿Por qué defender sus referencias de origen cuando la sociedad de acogida no impone la suya y no asume ni su singularidad, ni su propio valor? En nombre de la tolerancia, el multiculturalismo ha acabado por destruir otra libertad: la libertad de expresión y de opinión, después de haber reducido la libertad de circulación por causa de la violencia y la inseguridad, o la libertad de enseñanza por la supresión general del homeschooling o el sometimiento de las escuelas privadas.
El universalismo rimaba con la exportación de la cultura francesa en el mundo entero, pero ahora rima con el mestizaje y la importación de culturas extranjeras en suelo francés
Han creído que la sociedad liberal, despojada de su pasado, privada de moral colectiva y de referencias comunes, podría organizarse alrededor de la libertad del individuo erigida como valor último. Han creído que este modelo era tan superior a los otros que cada extranjero se sentiría atraído a unirse a él naturalmente. La libertad centrada en uno mismo, el placer, el poder de adquisición debían suplantar inexorablemente al «oscurantismo», del mismo modo que la razón debía necesariamente llevarla a término sobre las creencias y la fe. Esto significa desconocer las profundidades del alma humana, sufrir de amnesia histórica, razonar únicamente a través de la mente francesa desviando la mirada de los movimientos de civilización.
Pero, he aquí que la razón europea es cuestionada, la escuela ya no emancipa y la fuerza de atracción de la civilización islámica suplanta de lejos la de nuestra sociedad. Manda narices: ¿¡Y el universalismo, las Luces, los Derechos del Hombre!? me responderán ustedes. Todas estas ideas han sido corrompidas según la técnica del judo en la que el combatiente retuerce la fuerza del adversario contra él.
El universalismo se ha convertido, en su mente, en un antiguo capricho de colono esclavista convencido de la superioridad de su cultura sobre las otras. El universalismo rimaba con la exportación de la cultura francesa en el mundo entero, pero ahora rima con el mestizaje y la importación de culturas extranjeras en suelo francés. ¿Las Luces? Según ellos, Voltaire era un racista. La razón promovida por ellos no tiene nada de universal, no es más que un instrumento de dominación de los europeos sobre el mundo.
¿Los Derechos del Hombre? Este texto inicialmente simbólico se ha convertido en un arma jurídica que permite hoy en día proteger a un terrorista de la expulsión, sacralizar el reagrupamiento familiar o limitar la libertad de expresión en nombre de la «paz religiosa».
Es necesario asumir el hecho de que si le damos un lugar a los franceses musulmanes patriotas, esto no significa que nuestra vocación es convertirnos en una nación musulmana
No podemos ganar con conceptos abstractos o los «valores de la República» puesto que nadie sabe ya a qué se refieren al haber sido invocados a la ligera (sobre todo para descalificar moral y políticamente a las personas lúcidas que han intentado, precisamente, evitar el drama que vivimos ahora).
El oscurantismo islamista no se combate solo con la ley, se combate también en los corazones. No se trata de oponer la República y Francia, sino de considerar a la primera como un eufemismo de la segunda. No son los valores de la República los que están siendo atacados, sino los valores franceses. Es por tanto a Francia a la que debemos defender.
Es necesario asumir el hecho de que si le damos un lugar a los franceses musulmanes patriotas, esto no significa que nuestra vocación es convertirnos en una nación musulmana, si bien este escenario está lejos de ser improbable vista la curva demográfica actual.
Debemos, por tanto, mezclar esta certeza con una voluntad inquebrantable y reducir drásticamente la inmigración, reformar el código de nacionalidad y del derecho al asilo, extender los casos de privación de nacionalidad, implementar el respeto escrupuloso de la ley, luchar contra todas las influencias extranjeras, ya sean económicas o religiosas, en nuestro suelo, rechazar el chantaje de la islamofobia, valorizar nuestro legado, unir a todos los agentes del terreno, sobre todo la escuela, sancionar implacablemente a los recalcitrantes.
Es un combate global histórico, espiritual, intelectual, educativo. Es un combate moral
No se puede ganar el combate solo con la ley. Es un combate global histórico, espiritual, cultural, intelectual y educativo. Es un combate moral que pasará, primero de todo, por la afirmación y el orgullo de lo que somos. Es un combate de civilización y todo aquel que se niegue a ver esta dimensión ya ha perdido.
Publicado por Marion Maréchal en Le Figaro.
Traducido por Verbum Caro para La Gaceta de la Iberosfera.