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Era muy pujante con las esperanzas para el futuro

Benedicto XVI, ese regalo

Cardenales ante la fotografía del papa Benedicto XVI en la catedral de Praga. Europa Press

Era el 28 de febrero de 2013 y la noticia cayó como una bomba. Era más que inaudito, impensable. Lo nunca habido, el papa había anunciado su renuncia. Joseph Ratzinger, como pontífice Benedicto XVI, el primer papa alemán en 500 años, se retiraba en vida, abandonaba la Silla de San Pedro para retirarse a un convento. En la patria del dimisionario se creyó durante horas que era una broma propia de las fiestas del carnaval tan celebrado en la católica Renania y que celebraba aquel día su lunes de recta final.

Aún en pleno Carnaval, la gravedad de este hecho sin precedentes, la ruptura de una regla en la Iglesia católica de tamaña trascendencia, se impuso pronto. Los papas cesan cuando mueren. Esa verdad había sido incuestionable desde la existencia misma del papado. Todos recordaban aun los terribles sufrimientos e inhumanos esfuerzos hechos por el papa Juan Pablo II en la fase final de su pontificado.

Benedicto XVI sucedió a uno de los papas más dinámicos, presentes y pujantes de la historia

Ahora ha muerto Benedicto XVI, ese hombre de aspecto extremadamente frágil, de una vocecita delicada que tanto contrastaba con su antecesor y mentor, el corpulento y resuelto Karol Wojtyla, que le llevó a la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Benedicto XVI sucedió a uno de los papas más dinámicos, presentes y pujantes de la historia. Y a uno de los papados más largos, 27 años de un papa polaco que ayudó a cambiar políticamente el mundo y tenía una presencia mediática y una popularidad absolutamente extraordinaria. Pues la mirada hacia atrás nos lleva a un juego óptico en la memoria que hace aparecer al papado de Ratzinger con sus solo ocho años como equilibrado y en absoluto eclipsado por aquel torbellino de fuerza ilusionante que era Wojtyla.

Y es que los dos papas de los que hablamos son probablemente lo mejor que ha dado la Iglesia católica desde hace mucho tiempo. En la gran paradoja de que son los papados que conviven y han de asumir sin posibilidad de frenarla la crisis total de la Iglesia católica cuya responsabilidad habrá que adjudicar a quienes en las décadas anteriores a ellos no supieron o pudieron impedir asalto y secuestro del Zeitgeist en su acepción más dañina.

Hoy con un papa tan remoto a las cotas de excelencia intelectual y espiritualidad de sus predecesores es casi ocioso plantearse qué pudieron hacer ellos para que la Iglesia católica no llegara a estos niveles por un lado de deterioro y por otro de irrelevancia.

Lo cierto es que Ratzinger veía que los esfuerzos de «acercar la iglesia» a los nuevos hábitos y verdades superficiales de la sociedad solo aceleraba la retirada a un segundo o tercer plano de los valores reales de la doctrina católica hasta hacerlos desaparecer de la cotidianeidad eclesial.

A la Iglesia católica le ha pasado como a los partidos políticos que decían inspirarse en la misma. Se han adaptado tanto a los postulados y objetivos de las fuerzas políticas ajenas y hostiles al cristianismo que hoy son prácticamente indistinguibles y, por tanto, son superfluos. Los partidos democristianos hacen política socialdemócrata con la misma pujanza o más que la socialdemocracia clásica.

Si acaso ha logrado el efecto de radicalizar a todos sus rivales con los que se disputan el espacio de la izquierda. Mientras ha quedado un inmenso espacio vacío en la derecha que los democristianos no ocupan pero que no dejan ocupar a nadie y a quién lo intenta lo difaman como extremista, fascistas o ultras por defender lo que su partido defendía hace 25 años. 

Si la Iglesia del papa Bergoglio actúa con los mismos objetivos y las mismas formas que los partidos y las ONG a nadie debe extrañar que las iglesias queden vacías como vacías quedaron en el País Vasco y Cataluña cuando las iglesias asumieron el papel de fuerzas separatistas.

Ratzinger era muy consciente siempre de los errores del pasado y pujante con las esperanzas para el futuro

Todo esto lo sabía un papa que sí sabía que la Iglesia tendría que abandonar muchos de sus papeles y conductas de los pasados siglos y depurarse en nuevas formas minoritarias pero exigentes de vivir la fe y buscar la santidad. A las catacumbas a trabajar en la verdad. Arriba las iglesias en ruinas o convertidas en almacenes y discotecas por el socialismo que lucha encarnizadamente por extirpar del ser humano el sentido religioso, el ansia trascendental, la dignidad humana. Podrá con muchos, con una inmensa mayoría. Pero nunca con todos. Ratzinger era muy consciente siempre de los errores del pasado y pujante con las esperanzas para el futuro, con amor y sin sentimentalismo. Todo lo contrario que la moda perversa y arma eficaz del socialismo que es la sentimentalización general en guerra abierta contra la razón y el intelecto.

Ratzinger tiene una obra muy amplia y compleja, meticulosamente editada en las disciplinas que tanto amaba. Más allá de su obra divulgativa, sus estudios en muchos campos son fascinantes por las muchas facetas que analiza, por ejemplo, en el cultivo y defensa de la liturgia, una cuestión que muchos solo intuimos en los efectos que tuvo, pudo haber tenido y podría tener en el culto.

Ha muerto Benedicto XVI y nunca ha explicado realmente que le llevó a romper la tradición milenaria de los papados vitalicios. Solo alguien como él, que conoce la Iglesia, su historia, sus doctores y toda su razón en toda su profundidad, podía ser el primero en dar este paso. Han pasado casi diez años de aquel lunes y ni él ni nadie han ido más allá de su cansancio o su impotencia ante los problemas acuciantes de esta colosal organización tan humana en la empresa de acercar a los hombres a Dios que muchas veces, sin duda, ha confundido muchos objetivos. Y esto lo pueden decir desde dentro y fuera con buena fe. Sin caer en las habituales propagandas anticlericales que llevan 250 años dedicadas a destruir la Iglesia para construir otras iglesias y otras religiones que han tenido al menos los mismos pecados, han perpetrado los mismos o más abusos y no tienen ninguna de sus virtudes.

En estos tiempos de dichas iglesias pujantes del marxismo y el odio a la civilización occidental, Ratzinger ha sido por supuesto tan difamado como su antecesor. Ayer mismo, con su muerte, especialmente en esa Iglesia ya rota y putrefacta que es el catolicismo alemán no dejaron de surgir voces señalando defectos, errores o pecados de Ratzinger. Este hombre, que tanto ha ayudado a tantos a llevar a Dios a la razón, estaba tan por encima de estas miserias cuando le llamaban el jefe de la Inquisición o difamaban por su alistamiento en la guerra como cuando han querido utilizarlo para justificar penalidades actuales de una Iglesia desnortada y un pontífice con lógica de cura de pueblo y guerrillero peronista.

Fue un hombre que los creyentes deben considerar con mucha razón como un regalo de Dios a su pueblo y a su maltratada Iglesia. Un regalo que no va a salvar la Iglesia como tampoco lo hará San Juan Pablo II. Pero que sí mantendrán vivo el mensaje en esos grupos minoritarios y elegidos de seres humanos que guardarán el conocimiento lustros, décadas o siglos de barbarie que puedan venir con esta deshumanización a la que estamos abocados. Y ahí seguirá la llama. Como decían Ratzinger y Wojtyla, el hombre no debe tener miedo. Cierto que la fe en Dios es un don. Pero la fe en hombres como el papa Benedicto XVI es pura razón e inteligencia y ayuda mucho a acercarse al don que libere a los humanos de sus miedos, miserias y maldades.

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