«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Supo diagnosticar con agudeza los tiempos convulsos en que habitamos

El papa que filosofaba

Joseph Ratzinger, luego Benedicto XVI, dialoga con el filósofo Jürgen Habermas

Famosa es aquella sentencia de Bernardo de Chartres, que afirmaba que al pensar somos como enanos a los hombros de gigantes: podemos ver más, y más lejos, que los colosos intelectuales que nos han precedido en la historia, sí; mas no por la agudeza de nuestra vista ni por la esbeltez de nuestro cuerpo, sino porque vamos encaramados sobre su descomunal talla. Lo que Bernardo, al parecer, no aclaró es cómo es eso de convivir con un gigante.

Los humanos que poblamos la tierra entre finales del siglo XX y principios del XXI hemos tenido esa experiencia. Se pueden hacer muchas críticas a la Iglesia católica, pero a día de hoy es la única institución mundial que cabe imaginar aupando a su mando a un pensador de altura. Al hacerlo con Joseph Ratzinger, de repente sus reflexiones desbordaron su hábitat natural (las aulas universitarias de Münster, Tubinga o Ratisbona; la revista académica por él fundada, Communio). Y se propagaron por todo el orbe: se habían convertido en enseñanzas del papa Benedicto XVI.

Bien es cierto que esa difusión tuvo un coste. Vivimos tiempos en que la gente cree conocer mejor al sumo pontífice que a su párroco de la esquina, y por tanto se opina sobre el primero con una ligereza que acaso sería excesiva incluso para el segundo. Qué decir cuando se mira al obispo de Roma con las gafas de la ideología, esos anteojos oscuros que solo permiten ver a derecha e izquierda, pero no de frente. Los intelectuales plantean un problema grave a nuestra mente contemporánea: hay que leerlos, pensarlos, debatirlos con calma. Lo hemos dicho ya: no resulta sencillo convivir con gigantes.

Algunos filósofos sí aceptaron ese reto, empero. Es famosa la controversia que mantuvo el epígono de la Escuela de Fráncfort, Jürgen Habermas, con su compatriota Ratzinger. También los diálogos que este compartió con Marcello Pera, expresidente del Senado italiano, y miembro de un batallón de «ateos devotos» (junto a Oriana Fallaci o Giuliano Ferrara) que vieron en el papa un baluarte poderoso contra las amenazas de nuestro tiempo. No se crea que ese bastión era solo político: en el otro extremo del espectro ideológico surgió, asimismo en Italia, un colectivo de «marxistas razinguerianos» (Giuseppe Vacca, Pietro Barcellona, Mario Tronti…) que quisieron caminar junto a nuestro gigante también.

Ahora bien, ¿por qué conversar con Ratzinger (ahora ya, solo a través de sus obras) y no con cualquier otro pensador con que nos topemos en la estantería filosófica de una librería? Y, a la inversa, ¿por qué preocuparse de Benedicto XVI como filósofo, y no solo como pastor, autor espiritual, teólogo?

Creo que la mejor respuesta a ambas preguntas podría resumirse en dos frases. Porque Ratzinger supo diagnosticar con agudeza los tiempos convulsos en que habitamos. Y porque acertó además con la receta para sobrevivir a ellos.

¿Qué es lo que nos pasa? Haciendo una concesión a nuestra época de eslóganes y etiquetas, nuestro autor logró popularizar una expresión en apariencia sencilla, pero que desentrañaremos enseguida: vivimos una «dictadura del relativismo». Ese fue, de hecho, el tema principal de su homilía en la misa previa a su elección como papa.

Ahora bien, ¿cómo es posible hablar de dictadura (esto es, imposición) del relativismo (esto es, de la indiferencia ante cualquier opinión concreta)? ¿No son justo actitudes contrarias? Si me pongo dictatorial, te obligo a pensar de una forma determinada; si me pongo relativista, me da igual lo que creas (incluso me da un poco igual en qué crea yo mismo).

¿Estamos, pues, ante un mero oxímoron? ¿Ante una figura literaria, como cuando se habla de «silencio atronador» o de «tensa calma»? ¿O estamos, simplemente, ante una contradicción? ¡Mal empezamos a filosofar, si comenzamos contradiciéndonos!

No nos apresuremos. La fórmula ratzingueriana ni es mera literatura, ni simple desatino. A fuer de honrados, el papa condensa ahí algo que muchos hemos podido presenciar en directo estos últimos años. Y que tiene dos momentos.

Así, en un primer momento, nos topamos con gente que nos asegura que no debemos dar nada por supuesto, que no hay ningún principio eterno, que todo lo que consideramos bueno, o bello, o verdadero, podría ser de otro modo. De este modo, Las Meninas son una obra de arte, sí, pero ¡también podría serlo un urinario! O ser fiel a tu pareja será un principio moral, vale, pero ¡por qué no ver en el engaño también su encanto! Que hay dos sexos parecía una verdad asentada, ahora bien, ¿por qué no deconstruirla, por qué no comenzar a ver el sexo como algo que se expresa de mil, de dos millones de maneras distintas? Al fin y al cabo, ¿no son cada mujer o cada hombre mujeres y hombres a su personal manera?

En este primer momento, el del relativismo, se pueden detectar, si prestamos atención, ya ciertas actitudes dictatoriales: todo me está permitido… salvo creer que hay cosas que no están permitidas. Se trata de una dictadura sutil, es cierto, porque en apariencia se me da permiso para pensar lo que quiera… hasta que caigo en que hay una excepción tajante a tal permiso: el de pensar que hay verdades permanentes. Se me ha otorgado el derecho de considerar bella cualquier cosa y creo con ello haber conquistado una libertad absoluta… hasta que noto que se me ha prohibido algo importantísimo: captar que lo bello no depende de mi capricho, que me desborda, que me lanza (nos lanza) más allá de la estrechez de mi yo.

Con todo y con eso, la parte fuerte de la «dictadura» suele venir después de este primer momento, deconstructivo, que hemos descrito. Pues una vez que se han derribado las verdades, las normas morales, las hermosuras heredadas de los gigantes que nos precedieron, viene el segundo momento, el impositivo, el más plenamente dictatorial, que todos sentimos en nuestras carnes (sea con gusto o disgusto) en estos últimos años. Es el momento en que nuevos dogmas vienen a imponerse sobre el terreno que antes se ha vaciado de las viejas verdades.

Así, pensar que hay dos sexos dejará de ser una idea que deberás tomarte «con relativismo»; ahora deberás rendir pleitesía a la idea contraria, que los sexos son muchos como las flores y que adscribirte a uno u otro depende de tu mera voluntad. Y, si no acatas este nuevo dogma, se te podrá incluso (en España somos pioneros en ello) multar.

También la Historia dejará de ser una disciplina en que se te invitará a no dar ningún relato (¡sobre todo, los nacionales!) por seguro; se irá poco a poco abandonando el relativismo que te incitaba a cuestionar toda narración referente al incierto pasado. De pronto, habrá un nuevo relato que se impondrá como el único aceptable (en España, de nuevo, somos buena avanzadilla en esto: ni se te ocurra elogiar mérito alguno del régimen anterior, o serás castigado dictatorialmente porque las dictaduras solo se deben denigrar).

¿El aborto, la eutanasia? Ambos empezaron siendo asuntos que se consideraban «muy complicados» como para adoptar ante ellos una postura definitiva. Así que los relativistas nos convencieron de que sobre ellos era mejor abstenerse de imponer nada: que cada cual hiciera lo que le petara. No obstante, poco a poco, nos desplazamos hacia el siguiente capítulo: ya se prohíbe tratar de persuadir a una mujer que va a entrar en una clínica de que su vida será mejor si no aborta; o, cuando se proponen partidas económicas para ayudarla, nuestras élites montan en cólera por tal «intromisión»; incluso se elaboran listas gubernamentales de sanitarios que rechazan matar fetos, listas que desde luego no serán usadas para honorarles. Y, sí, en España, aquí una vez más, somos punteros en estas jugadas.

Pocos lugares del mundo, pues, como nuestro país para comprender qué quería decir Ratzinger con lo de «dictadura del relativismo». Quizá por ello nuestra tierra fue destino privilegiado durante su no tan largo papado: hasta tres veces nos visitó Benedicto XVI, tantas como a su propia patria alemana, y más que cualquier otra nación del mundo.

¿Qué solución nos ofrecía el Ratzinger filósofo a estos marasmos? Si se ha entendido el diagnóstico, se entenderá también la receta: la nueva dictadura solo puede invadir nuestro cuerpo porque antes lo hemos desguarecido de toda protección. Los nuevos dogmas se edifican sobre el vacío que ha dejado el derribo de todo lo que somos.

¿Y qué somos? Volvamos a Bernardo de Chartres: ninguno de nosotros es un individuo «hecho a sí mismo»; tampoco nuestra época se ha «hecho a sí misma». La ilusión libertaria de «construirse a sí mismo» es absurda, la ilusión progresista de «empezar de cero» es un mito: para crear desde la nada resultaría necesario ser un dios.

Somos, por tanto, herencia, legado, vínculos; caminamos por entre las ciudades que otros construyeron y las bibliotecas que otros idearon; aprendemos de los demás a qué templos acudir para rezar y a qué normas recurrir para mejorar. Provenimos de la apuesta por la razón griega, del esfuerzo por civilizar romano, del modo de espiritualidad judío. Ratzinger era tan consciente de ello, que Giulio Meotti le ha considerado «el último papa de Occidente»; esto es, el último con sabiduría plena de que nuestras raíces están en Atenas, en Roma y en Jerusalén.

Como uno de estos legados es griego, no se trata de imponer dogma alguno a nadie. Frente a las versiones más arriscadas del catolicismo, Ratzinger adoptó siempre la postura del filósofo: lo que él defendía no era bueno porque él lo defendiera (ni siquiera cuando era el sumo y romano pontífice), sino porque era lo más racional.

Ahora bien, como otro de los legados es el jerosolimitano, Ratzinger sabía del impulso esencial que presta la fe a la hora de defender lo siempre verdadero, lo siempre bueno, lo siempre bello. Y parece que convenció a otro de los gigantes de nuestra época, el ya citado Jürgen Habermas. Años después del diálogo entre ambos, este último empezó a recalcar que con miras a afanarse por el bien no bastaba las razones del filósofo que lo detecta como deseable; empezó a recalcar que la fe presta, a los hombres religiosos, una ayuda preciosa a la hora de implantarlo.

En los medios de comunicación presenciamos estos días discusiones sobre cuál será la ceremonia funeraria para nuestro antaño papa. También presenciamos esfuerzos por enterrar su legado filosófico, tan incómodo como la civilización cristiana que él reivindicaba, y que también llevan décadas queriendo enterrar.

Sobre las ceremonias primeras nos compete poco, salvo un piadoso recuerdo si visitamos algún día su tumba, en San Pedro. Sobre lo segundo, sin embargo, nos compete todo.

El mismo Ratzinger recordaba en Fe y futuro que hubo momentos en la historia donde el legado de la Cristiandad ya estuvo en un tris de anegarse. Y mucho se ahogará, sin duda, si intentamos cruzar el río revuelto de nuestros días a pie enjuto. Como idiotas. Idiotas que olvidan que tienen a su lado gigantes que, nos lo recordó Bernardo de Chartres, están dispuestos a cruzarnos hasta la otra orilla. Con solo que aprendamos a reposar sobre sus hombros entre las aguas. Con solo un poco de fe.

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