Morante sigue haciendo historia. Su temporada de 2022 está siendo una auténtica demostración de fuerza, con la meta última de rebasar las 100 corridas toreadas. Pero su aportación no se limita a lo cuantitativo, sino que está marcada por el contenido inspirador y puro de sus comparecencias en el ruedo. Este viernes, la afición de Sevilla volvió a ser testigo de la dimensión de su tauromaquia.
Conmoción en Sevilla con una actuación histórica de Morante, que desata la pasión en los tendidos de la Maestranza, absolutamente entregados con la verdad, el sentimiento y la lentitud de una faena para el recuerdo. pic.twitter.com/OV4W6TqA2s
— Toros (@toros) September 23, 2022
La tarde registraba una buena entrada, con más de tres cuartas partes del aforo cubierto. Los cenizos que tanto abundan en el mundo del toro dirán que el coso no estaba lleno, pero cualquier observador con criterio entiende que, a pesar del tirón del cigarrero, el gran público aún no está del todo familiarizado con sus compañeros de cartel, el exquisito Juan Ortega y el arrollador Tomás Rufo.

Los toros reseñados para el encierro llevaban el hierro de la ganadería de García Jiménez, propiedad de la Casa Matilla, una influyente saga empresarial que llevó las riendas de la carrera de Morante hasta el estallido de la pandemia. Y lo cierto es que el encierro enviado por los salmantinos ofreció momentos muy interesantes.
Podríamos comentar muchos aspectos de la tarde que abrió la Feria de San Miguel, pero no tiene sentido caer en el relativismo que a menudo puebla la información taurina. Lo de Morante con el cuarto toro de la corrida no fue una faena más, sino un acontecimiento de los que pasan a la historia y merecen contarse con todo lujo de detalles, para que la posteridad guarde la esencia de lo vivido en la Maestranza.
Curiosamente, el astado de García Jiménez parecía descoordinado y fue protestado con insistencia. Morante, vestido de verde manzana y oro, se animó a trenzar un quite por chicuelinas y la bronca devino en silencio, ante la constatación de que el toro tenía buen fondo. El cigarrero no dudo en apostar, con un torero inicio a dos manos que puso de manifiesto su total abandono, su pasional arrebato, su trascendente entrega.
Tuvo que tragar Morante, porque las embestidas del toro eran tan emocionantes como imperfectas. De modo que el torero de La Puebla del Río se entregó a los terrenos más comprometidos y, cruzándose siempre al pitón contrario, construyó la faena pase a pase, llevando al toro embebido en su muleta y enroscando cada lance más allá de su cadera. La música tardó en sonar, generando otra vez una polémica innecesaria, pero los «olés» de la plaza ya eran un clamor ensordecedor y Morante no quiso alimentar el lío, sino que se limitó a pedir calma al tendido, convencido de que la locura podía ir a más. Y así fue. Citando pies juntos, construyó muletazos que no parecían terminar nunca. Cada adoro adquirió un cariz diferente, desde sus caricias al pitón del astado hasta los trincherazos o los molinetes. Llovieron sombreros al ruedo. Morante había hecho historia.

Falló la espada y lo que habrían sido dos orejas y rabo quedó en una oreja celebrada entre vítores, aplausos y gritos de “torero, torero”. Paco Ojeda se mostraba eufórico en los micrófonos de Movistar: “Hemos visto algo de hace muchos años. La parsimonia, la forma de estar ante el toro, el temple, la capacidad de pulsar y crear la faena a partir de cada embestida… Esa forma de transmitir es única. Así es Morante, cuando está bien es insuperable”. Difícil explicarlo mejor.