«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

'Eternamente Franco', un análisis honrado sobre la figura del siglo XXI

Narcotizados por una propaganda tan incesante como mendaz, toda una generación ha desarrollado una conciencia a contrapelo de la verdad histórica, pero lo suficientemente coercitiva como para que nadie ose evocarla.

En las últimas décadas, no ha habido figura más maltratada que la de Franco. A Franco se le ha negado no ya el derecho a un juicio justo, sino el mínimo derecho a la defensa. Una asfixiante red de corrección política, tejida entre la academia y los medios, ha atrapado su figura congelándola más allá de la caricatura.
Sin embargo, los españoles que vivieron la época jamás tuvieron la sensación de que las cosas eran como ahora se pretende. La impresión de vivir en un país sin libertad era inexistente, salvo en un puñado de gentes ideologizadas que no remitían esa ausencia de libertad sino al estricto terreno político.
Cuando Franco muere, en noviembre de 1975, una prospección demoscópica estadounidense señalaba que el 80% de los españoles consideraron su fallecimiento como una “gran pérdida”; el resto lo lamentaba en términos menos agudos, pero eran muy pocos los que manifestaban alegría alguna a los encuestadores norteamericanos.
Cierto que existía algo de indiferencia hacia la situación política, matizada por el temor a un resurgir de los odios que desembocara en violencia. Pocas cosas ilustran mejor el triunfo del régimen, justamente, que eso; su propósito de despolitización había alcanzado a la propia figura de Franco.
Pero no cabe duda de que los españoles de los años setenta tenían, en verdad, buenas razones para considerar la de Franco una pérdida deplorable, realidad que hoy se evita por incómoda. La transformación sufrida por el país no tenía precedentes; económica, cultural y socialmente el cambio cualitativo habido en España habría parecido una utopía un par de décadas antes. La roña del pasado, con sus interminables cuitas, se desvaneció para dar paso a un país pujante, atareado y unido. Y los españoles de la época asistían, pasmados, a los acelerados cambios de una sociedad en paz y constante desarrollo: España se acercaba a pasos agigantados a esa Europa a la que poco antes envidiaba como epítome del progreso y la modernidad.
Las cifras de adhesión al régimen de esos españoles de los años sesenta y setenta, lejos de disminuir, posiblemente aumentarían si los españoles de entonces, de los que por comprensibles razones biológicas van quedando menos, pudieran contemplar el grado de deterioro de la España actual.
Otra cosa es la generación que no asistió a esa transformación, y que dio por hecho que aquel bienestar sin precedentes le correspondía por una suerte de derecho natural, ya que no de gracias divina: a esa generación se han destinado los ingentes esfuerzos destinados a relegar al baúl de los recuerdos la España de sus padres. Con gran éxito, constatamos.
Narcotizados por una propaganda tan incesante como mendaz, esa generación ha desarrollado una conciencia a contrapelo de la verdad histórica, pero lo suficientemente coercitiva como para que nadie ose evocarla. Quien lo haga tiene asegurada plaza en el averno de la corrección política.
De modo que la historiografía progresista y oficial – disculpen ustedes el pleonasmo – es capaz de sostener no pocas tesis sonrojantes; la ausencia de oposición a sus dislates le asegura la impunidad. Eso es lo que le ha facultado asentar una visión puramente negativa de nuestra historia reciente, trasladada a los libros de texto y a los programas oficiales del sistema educativo.
Convertido en una suerte de mal metafísico, Franco parece excluido de todo análisis según los criterios conocidos excepto para apenas un puñado de historiadores e intelectuales que ha tenido la honradez de tratar su figura de modo distinto, haya desembocado cada uno de ellos en la conclusión en la que haya desembocado. Naturalmente, ese manojo de resistentes ha recibido una enorme cantidad de metralla; insuficiente, sin embargo, para sepultarlos.
Entre quienes se mantienen en pie en medio de las ruinas intelectuales y morales de la vida española se cuenta el autor de este libro, Pedro Fernández Barbadillo, aunque barrunto que a su pesar. Y digo que a su pesar, porque el debate sobre Franco hace mucho que se ha convertido en un asunto ideológico, ajeno a todo verdadero interés histórico, algo que seguramente jamás hubiera deseado.
A la vista de los prejuicios de nuestra época, la figura de Franco necesitará de un tiempo para ocupar el sitio que le corresponde en la historia. El libro Eternamente Franco, de Fernández Barbadillo, que ahora se publica – pese a la pertenencia del autor a esa generación narcotizada -, viene a contestar a ese reto en términos de una claridad, una amenidad y una contundencia pocas veces vista.
Un libro extraordinariamente certero sobre un hombre al que sus enemigos, mucho más que sus admiradores, llevan camino de perpetuar, por los siglos de los siglos, en la memoria de todos los españoles.

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