«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Revolución de Asturias, 1934: así murió un capitán del Atlético de Madrid

Miguel Durán Terry, Pololo, junto con Santiago Bernabéu, entonces capitán del Real Madrid.
Miguel Durán Terry, Pololo, junto con Santiago Bernabéu, entonces capitán del Real Madrid.

Miguel Durán Terry fue jugador de la selección española, gran atleta, ingeniero de Minas y pieza básica del once rojiblanco que inauguró el primer estadio Metropolitano. Todos le llamaban “Pololo”.

Nació en Lugones (Asturias) un 5 de agosto de 1901. A los dieciocho años se trasladó a la capital para cursar estudios universitarios y -de paso- incorporarse al Athletic de Madrid, club que ya contaba con cierto halo de rebeldía cuando el fútbol comenzaba a ser deporte pujante. En la ciudad, numerosas entidades balompédicas compiten ante la atentísima mirada de miles de espectadores ataviados con sombrero y corbata. Eran partidos más viriles, más de fuerza, frente a tácticas futuras que transformarían el juego de forma sustancial.

A lo largo de ocho temporadas, Pololo gozará de enorme prestigio -de autoridad- entre sus compañeros y será un espléndido defensa, aunque la polivalencia típica de la época provocará que alguna vez desempeñe el papel de delantero centro. Fuerte y confiado, llegará a convertirse en gran capitán del Athletic, casi creará un magisterio de cómo lanzar los penaltis, ganará dos veces el campeonato regional y pasará por ser uno de los futbolistas más reconocidos de la época. Miguel Durán aparecerá sonriente en cromos hoy convertidos en joyas de coleccionista y cabe resaltar la foto icónica junto a Santiago Bernabéu, los dos exultantes, antes de un duelo de máxima rivalidad madrileña.

Los rojiblancos jugaban como locales en el campo de O´Donell, un lujo de la época donde muchas veces se congregaban más de diez mil espectadores. Pero en la primavera de 1923, ante la arrolladora popularidad conquistada por el balompié, debió inaugurarse el mítico estadio Metropolitano con un encuentro entre Athletic y Real Sociedad que finalizó con triunfo madrileño por dos tantos a uno. Pololo estuvo sobre el césped, María Cristina (madre de Alfonso XIII) en la grada, y el saque de honor corrió a cargo del infante don Juan de Borbón. Aún faltaban más de tres lustros para que el club dejara de ser Athletic y pasara a denominarse “Atlético”.

Miguel Durán jugaría varias temporadas en un fabuloso recinto donde también se celebraban grandes carreras de galgos; el asturiano, además, vivió la creación de la primera peña atlética -“Los Forofos”- y coincidió con una figura histórica interesantísima: el presidente rojiblanco Julián Ruete. Este mandatario precedió a Miguel Ángel Gil en la costumbre de no asistir a los partidos por ser incapaz de aguantar los nervios, comenzó su labor directiva cuando el club sólo contaba con 42 socios, lo dejó con 2300 carnets, se arruinó y los disgustos le golpearon duro hasta que -la suerte es como un pez, cantaba Jaime Urrutia– cambió la gloria por empleos modestos. Perdió a su hijo, para colmo de desgracias, y con cuarenta y pocos años arrastraba una triste figura, vestía de forma humildísima y adelgazó alrededor de treinta kilos. Luego se reenganchó al fútbol con labores técnicas, pero siempre en segundo plano y demasiado lejos de aquellos días de vino, de gloria, de rosas rojas y blancas.

Los jugadores de esos años veinte reflejan llamativa madurez en rostro y ademanes. No tienen aspecto de dedicar demasiado tiempo a los juegos de la Play. Como sus compañeros, Pololo aparentaba haber alcanzado ya una treintena seria y madura. Pero además fue Miguel Durán buen estudiante, experto nadador, aventajado jinete y hombre de mucho mundo. En el fútbol (entonces cuestión de caballeros, no de niñatos que riegan el césped con sus escupitajos), un juego sobresaliente le llevó a disputar contra Portugal dos compromisos internacionales; en su debut, España venció por tres tantos a uno y allí estaba también el gran guardameta Ricardo Zamora y los otros dos primeros internacionales atléticos: Desiderio Fajardo y Luis Olaso. Aquel día lució la zamarra de la selección un magnífico mediocentro al que algunos testigos consideran el mejor futbolista asturiano de la historia; jugaba en el Sporting de Gijón y se llamaba Manuel Meana.

Cuando finaliza los estudios universitarios, Pololo vuelve a Asturias para ejercer su profesión sin renunciar al fútbol ni al Athletic. Así, cada vez que el equipo rojiblanco debe disputar un partido -sea en Madrid o en cualquier otro punto de la geografía nacional-, el gran capitán agarra la motocicleta y viaja cientos de kilómetros con tal de enfundarse la camiseta a rayas y dejarse la vida durante noventa minutos. Sobrecoge imaginar aquellos viajes continuos, solitarios, de horas y horas sobre carreteras que muy poco se parecen a las actuales. En 1926, el sentido común aconsejó abandonar tan peligrosa costumbre y fue cuando fichó por el Oviedo, equipo resultante de la fusión entre Deportivo y Stadium. Allí completaría otras tres temporadas. Atrás quedaron ocho campañas con el Athletic, sesenta y tres partidos (entonces se jugaban muchos menos), once goles y dos victorias luciendo los colores de la selección española.

En octubre de 1934, al promulgar el PSOE la huelga general que significaba un levantamiento contra el orden establecido, el ingeniero Miguel Durán Terry se encontraba al frente de la Unión Española de Explosivos de Lugones. Más en Asturias que en cualquier otro lugar, los caminos se tiñeron del color de las mismas banderas que auspiciaron la revuelta; bajo enseñas socialistas o rojinegras de la CNT, cabalgó durante dos semanas la pavorosa revolución capaz de tomar ayuntamientos, conquistar cuarteles, proyectar una marcha sobre Madrid y acabar con la vida de sacerdotes y seminaristas por el mero hecho de serlo. Las tesis de Francisco Largo Caballero -un Lenin español con estatua en el centro de Madrid- se imponían a las de otros sectores más moderados dentro de su partido. El Gobierno debió responder declarando la guerra a los revolucionarios.

Una multitud de individuos armados atacó la fábrica de la que Pololo era responsable. Aunque el ingeniero quiso protegerla junto a pocos hombres -seis guardias civiles, algunos empleados-, de inmediato comprobó que era empresa imposible. Los enemigos formaban una fuerza infinitamente superior y no cejarían hasta hacerse con aquel edificio, básico en sus aspiraciones de enfrentarse de tú a tú con Ejército y Guardia Civil.

Cuando la situación era desesperada, el magnífico Pololo consiguió huir del lugar junto a parte de los defensores, se hizo con una camioneta, recogió a su familia (mujer e hija) y puso rumbo al cuartel ovetense de la Benemérita. De pronto, a mitad de camino, apareció en plena carretera un punto de control erigido por sublevados que le hicieron indicaciones para que frenara, aunque él -siempre al volante- aceleró, arrasó aquella barricada, se llevó por delante a dos revolucionarios, recibió un balazo en el pecho y así, entre la vida que se escapaba y el valor que nunca faltó, condujo casi desangrado hasta el cuartel. Allí, en la misma puerta, dejó salvos a sus compañeros de viaje antes de morir sin poder siquiera atravesar la puerta del edificio. En el ataque contra la fábrica falleció también el padre de Pololo, Miguel Durán Walkinshaw.

El gran capitán cayó en fecha desconocida de aquel pavoroso mes de octubre. Y lo hizo como los hombres mayúsculos: mirando de frente a la muerte.

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