Por una afortunada casualidad coinciden todavía entre nosotros —aunque por poco tiempo— tres exposiciones centradas en el mundo de la imaginería barroca. Dos de ellas en Valladolid (Gregorio Fernández y Martínez Montañés. El arte nuevo de hacer imágenes, en la Catedral; y Luisa Roldán, escultora Real, en el Museo Nacional de Escultura) y otra más en Madrid, en el Museo del Prado: Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro. Al margen de los distintos enfoques de cada una, hay una idea común que se impone: en todas las obras que se nos muestran, la interioridad es protagonista. Una interioridad ligada a la fe, pero, sobre todo, vinculada a ciertas verdades esenciales del ser humano, como la experiencia del dolor radical y la inexorabilidad de la muerte. Sin menospreciar la belleza de las obras, esta característica otorga un valor añadido a estas exposiciones hasta convertirlas en artefactos profundamente contraculturales; verdaderos caballos de Troya en un mundo cada vez más volcado con la exterioridad, enredado en el culto a los likes, los selfis y la apariencia.
El contraste entre el mundo que las esculturas muestran y ese otro mundo actual con el que convivimos cada día es esencial para entender la poderosa atracción que ejercen sobre nosotros las tallas. Salvo que acudamos con la coraza de la superioridad puesta, descalificando de antemano lo que las figuras puedan aportarnos, la conmoción es inevitable.
La exposición que muestra con más claridad esta dimensión es la de la Catedral de Valladolid. Se ha destacado ya con plena justicia el acierto de reunir a las dos grandes escuelas escultóricas del Siglo de Oro: la castellana, representada por Gregorio Fernández, y la andaluza, por Martínez Montañés. Ambos reflejan la filosofía del Concilio de Trento, pero lo hacen con matices marcadamente diferentes, que se ven con más claridad al tener la posibilidad de compararlos in situ. La escuela castellana pivota en torno a un realismo austero y que tiende a lo trágico, mientras que la andaluza se ocupa más de la vida cotidiana y de la expresión de la serenidad. Esto último puede comprobarse también en la exposición dedicada a La Roldana, especialmente admirable en sus pequeñas composiciones domésticas de la Virgen, San José y el Niño, entre otras que muestran la dulce calidez del amor.
Podríamos decir que la cotidianidad de la escuela andaluza hace que resulte más próxima, pero menos provocadora. Es la radicalidad trágica de las mejores obras de Gregorio Fernández la que nos convoca a una intensidad que puede llegar a resultar sobrecogedora. Pero que, por encima de todo, y hay que insistir en ello, es hoy muy contracultural.
En Fernández encontramos un auténtico culto al cuerpo, pero que nada tiene que ver con el significado que damos habitualmente a tal expresión. El cuerpo que retrata el escultor castellano (aunque nacido gallego) es un cuerpo sufriente, golpeado, mortal… pero a pesar de ello sagrado y digno. Las arrugas de los pliegues de la ropa parecen la continuación de las marcas que los huesos y los músculos tensados realizan en las espaldas o en el pecho. Y ambas son formas visuales de las cicatrices. Nada puede haber más alejado de la cultura hedonista de los gimnasios, el fitness y el exhibicionismo de los selfis. Ni de ese empeño por embellecerse con programas de retoque fotográfico.
Cuando Gregorio Fernández muestra el dolor de Cristo, no busca en el espectador un mero gesto de empatía, sino algo mucho más radical: eliminar la barrera que separa la obra del espectador. Quien mira al Cristo sufriente no mira desde fuera, sino que mira una representación de su propio dolor existencial (que es obvio decir que no tiene por qué corresponderse físicamente con lo mostrado). La obra le enfrenta a una verdad radical —en última instancia, la verdad de la muerte— que le interpela. Y ante la que le ofrece el consuelo de mirar hacia lo alto, con anhelo o esperanza. Como la arquitectura gótica apunta a la verticalidad, también así opera la escultora barroca, pero con procedimientos distintos. Aquí la clave está en esos rostros que miran hacia lo alto y que conducen nuestra mirada más allá de las figuras de madera, hacia las alturas de lo espiritual y lo sagrado. Porque la obra no se concibe como un fin en sí mismo, sino como un instrumento. Y la belleza, que es importante, debe estar ligada a un respeto estricto por la verdad.
Un espectador superficial quizás pueda encontrar similitud entre los rostros y cuerpos sanguinolentos de Fernández y la cultura del cine gore, pero en realidad estamos ante mundos opuestos. La casquería gore se mueve en el terreno del espectáculo y de la apariencia, y, en última instancia, se ofrece al espectador como un entretenimiento. El gore puede divertir a sus adeptos, pero nunca les convocará a la verdad esencial de la muerte. Más bien al contrario, casi diríamos que su objetivo último es conjurar esa verdad banalizándola, evadirse de ella. Como en el cine de Tarantino, en cuyas películas a menudo ofrece al espectador la posibilidad de disfrutar con una crueldad que se ejerce contra los villanos adecuados: los nazis, los esclavistas, los racistas… Nada hay sin embargo menos espectacular, en el sentido de menos entretenido, que el sufrimiento y el dolor del barroco. Por eso nos interpela y nos lleva allí donde la casquería no puede.
La interioridad católica se diferencia de la protestante en que tiene una doble dimensión de la que aquella carece. En el mundo católico la interioridad es propia, personal, pero se vive en colectividad, junto a otros. Nada expresa mejor esa doble dimensión que las procesiones de Semana Santa.
Con todo, en nuestras sociedades de la exterioridad la Pasión se ha ido deslizando hacia el espectáculo, y los desfiles ya no se organizan sólo en función de la mirada personal, sino también de las cámaras. Ciertamente, hoy como ayer, todavía son muchos los fieles que contemplan los pasos y se abstraen de quienes les rodean, sumergidos en un poderoso viaje interior que los lleva hacia el reducto más íntimo de su personalidad y de su conciencia. Pero hoy, cuando las procesiones pueden verse por televisión, esa dimensión radical no está siempre presente. De ahí el acierto de revivirla, y hacerla visible, en una exposición en la que, a la postre, el espectador se enfrenta solo al valor de cada obra.
Pero probablemente nada señale más la distancia entre lo que hoy somos y lo que fuimos que el distinto modo de encarar el dolor radical. Hoy cuando tal dolor se muestra —por ejemplo, en una película de guerra— se vive como algo devastador, destructivo, como una experiencia que tan sólo puede abrir la puerta del nihilismo y la desesperanza; ninguna otra. En cambio, los Cristos yacentes de Gregorio Fernández nos convocan a esa misma vivencia trágica del dolor, así como a la experiencia extrema de nuestra vulnerabilidad, pero se integran en una historia simbólica que nos dice que hay una realidad más allá de ese sufrimiento, que cabe la esperanza. La inmanencia de nuestro tiempo, la extrema horizontalidad de nuestros días, nos impide ver más allá de la sangre y las yagas. Pero el barroco está ahí para recordarnos que no sólo somos seres horizontales, sino que también miramos a lo alto, y que siempre nos queda alzar la mirada.