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2 de agosto de 2022

Austeridad y caradura

El prsidente del Gobierno, Pedro Sánchez, descorbatado (E. Parra / EP)

Desde los primeros albores de la crisis económica que trajo  el desastre de las subprime y el fin de la burbuja inmobiliaria en 2008, unos pocos medios, muy pocos, reclamamos a las administraciones públicas medidas de austeridad y de transparencia real. Con el convencimiento de que la fiesta del gasto público debía acabarse por el bien de las clases medias y trabajadoras, incidimos día tras día, reportaje tras reportaje, editorial a editorial, en que sólo políticas de austeridad y de rebajas de impuestos estimularían la actividad empresarial privada y pondrían el dinero donde se necesita: en el bolsillo de las familias y en la cartera de las pequeñas y medianas empresas. Al mismo tiempo, pedimos que se invirtiera en la recuperación de la soberanía energética perdida, sin apriorismos y nuclear, sí, gracias.

Entre grandes rompimientos de camisa, la izquierda y esos magníficos gestores del aumento de deuda que son los populares, nos aseguraron que las políticas de austeridad estaban contraindicadas en momentos de crisis, y que sólo un aumento del gasto en inversiones públicas, incluidas las contrataciones de más personal funcionario, reactivarían la economía. Y de ahí, no se apearon.

Ni siquiera lo hicieron cuando la pandemia golpeó de nuevo, cómo no, al sector privado. Seudoliberales, socioliberales y socialistas se negaron entonces a atender las propuestas sensatas de esos mismos pocos medios, ahora respaldados por un partido como Vox, de que España no podía permitirse seguir derrochando en administraciones paquidérmicas y en políticas sin retorno económico alguno como transversalidades feministas y otros cuentos chinos.

El hecho de que España sea el único país de Europa que todavía no ha recuperado los niveles prepandémicos y que tengamos cifras de inflación real (no las cocinadas por el INE) argentinizantes, no es responsabilidad de la invasión rusa de Ucrania. Es fruto de una política económica equivocada de gasto desmedido, despilfarro autonómico, vulnerabilidad energética y déficit social que arrastramos desde hace décadas sin que se hayan atendido los ruegos de la pequeña parte sensata de la política y la comunicación para virar el rumbo.

Catorce años después del comienzo de la crisis, hoy agravada por guerras lejanas, tambores de guerra más lejanos aún y la incapacidad manifiesta del sanchismo de hacer algo bien, el Gobierno socialcomunista empieza a hablar por fin de la necesidad de ser austeros y favorecer el ahorro económico y energético ante el invierno que viene, que se adivina frío y desolador.

Se nos dirá que por fin se nos da la razón. Y ojalá fuera así. Pero, por desgracia, a lo que se refiere el Gobierno de Pedro Sánchez y sus medios vasallos cuando se refieren a la austeridad, es que seamos austeros los demás: el sector privado y los contribuyentes exhaustos y arruinados, los pagafantas de todas las crisis. Al sector público —y sólo hay que recordar los 20.000 millones de euros prometidos en políticas feministas—, ni tocarlo. 

Conociendo la afición de Pedro Sánchez por la autocracia (dos estados de alarma inconstitucionales le contemplan), nos tememos una austeridad inpuesta a golpe de BOE para las familias españolas y las pequeñas y medianas empresas. Eso sí, mientras tanto, tranquilidad en los partidos, los sindicatos, los medios a sueldo, las autonomías, las administraciones, los chiringuitos y en la empresa que suministra snacks y bebidas al Falcon.

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