Escribimos hace no tanto que el avance de la ciencia nos ha enseñado, con cámaras y sonidos, que lo que se agarra al endometrio de una mujer tras la concepción no es, como dice la izquierda, un saco de células, sino un ser humano en formación, con toda su prodigiosa potencia, autónomo, irrepetible y, por desgracia, indefenso.
Interrumpir —eufemismo que se emplea para no usar verbos mucho más perfectos— la potencia de un nasciturus con un aborto, es un acto que en su propia esencia va en contra de la deontología médica y puede producir un daño psicológico irreparable a la mujer. Por estos y otros motivos éticos, y porque la razón exige el reconocimiento de que el derecho primordial del ser humano es vivir, es por lo que los poderes públicos deberían ser los primeros en promover una cultura de la vida que proteja a un ser humano en formación. Un ser que desde el momento de la fecundación, y esto sólo es ciencia, es por entero único y diferente de sus padres. Y será así durante el resto de su vida.
Por desgracia, diferentes ideologías han construido en todo el mundo una especie de derecho, falso y aberrado, pero derecho, en torno al aborto. La mayoría de los partidos políticos, organizaciones e instituciones que debían proteger la vida del ser humano, han sido los que han alentado la cultura de la muerte con fines mezquinos. Los más, electoralistas; otros, neomalthusianos y no pocos, eugenésicos. Y lo han hecho sin debate alguno, negando con obstinada injusticia la humanidad del ser más indefenso de la naturaleza y marcando a cualquier disidente con etiquetas falsas.
Es cierto que la cultura de la muerte va ganando en el imperio del consenso. Por mucho y desde hace demasiado tiempo. Pero también es verdad que la paciente espera da sus frutos y hoy, no como hasta hace poco, cuando la lucha contra el aborto sólo se apoyaba en la moral, podemos enfrentarnos a las políticas abortistas con argumentos científicos, sociológicos y bioéticos que agrandan el valor de la vida humana. Argumentos que deben ser conocidos y meditados por las mujeres que deciden, por su voluntad o empujadas a ello (que es una forma de violencia real de la que no se habla), acabar con la vida de su hijo nonato con un acto irrecuperable.
VOX, en su compromiso con la defensa de la vida del ser humano desde su concepción hasta su fin natural, consiguió ayer en Castilla y León un hito que a buen seguro será la base de una continua reacción provida en España. El vicepresidente de la Junta y líder de VOX en la región, Juan García-Gallardo, confirmó que, a partir de ahora, el personal sanitario que atienda en primera consulta a una mujer embarazada que muestre su deseo de abortar, deberá ofrecer a la gestante la posibilidad de escuchar el latido del feto, realizar una ecografía en 4D del bebé y recibir atención psicológica y social.
El ofrecimiento será obligatorio. Aceptarlo, voluntario. Puede parecer poco, pero es un magnífico comienzo que no sólo cumplirá el objetivo marcado por García-Gallardo de «salvar al menos una vida», sino que, y esto es casi un milagro (laico), ha logrado atraer al Partido Popular a posiciones en defensa de la vida que había abandonado hace demasiado tiempo.
Si alguien votó a VOX en Castilla y León también para defender la vida humana en la España vaciada por décadas de políticas antinatalistas, puede estar orgulloso. Ese voto, y esto es una novedad desde hace décadas en España, ha servido por fin para algo.