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8 de julio de 2022

Empresarios catalanes, mito y culpa

El prsidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, y el empresario catalánm Javier Godó, conde de Godó, presidente del Grupo Godó (David Zorrakino / Europa Press)

A estas bajuras del siglo, no hay duda posible de que buena parte del empresariado catalán, incluidos algunos que se marcharon a otra autonomías buscando seguridad jurídica y el menor perjuicio posible para sus accionistas, han sido colaboradores necesarios en la deriva secesionista que activó el corrupto ex presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, y que se completó en la intentona golpista de 2017.

Fuera por la presión política, por un pasado de connivencia con la corrupción nacionalista (el delito une mucho) o por el convencimiento irracional de que la fractura del Reino les beneficiaría —queda demostrado que no—, esa buena parte del tejido empresarial y financiero catalán que no usó su notable influencia para detener el proceso secesionista, es culpable.

Como sabe hasta un pobre estudiante de primero de Derecho, la culpa es la omisión del cuidado exigible al calcular las posibles y previsibles consecuencias de un acto. Y esto, sin necesidad de explayarnos en los considerandos que están al alcance de los que guardan un recuerdo exacto de las cosas, es lo que ha ocurrido con esa parte notable del empresariado catalán. El dolo, es decir, cometer un hecho deliberado a sabiendas del daño que va a causar, conlleva una pena. Pero la culpa, también. Menor que la que debe recibir el autor de un delito doloso, pero pena al fin.

Y sin embargo, no tenemos noticia de que el proceso secesionista haya señalado a todos los culpables del proceso secesionista catalán. Los partidos golpistas siguen en las instituciones, recuperaron enseguida el control de la región y condicionan la acción de un Gobierno con chantajes que deberían ser inaceptables, pero que son aceptados a diario por el Ejecutivo de Pedro Sánchez; los políticos golpistas fueron indultados a despecho de su confesada intención de volver a hacerlo y sus voceros periodísticos siguen en sus puestos, públicos o subvencionados.

Lo mismo pasa con esa buena parte del poder empresarial y financiero que se ha ido de rositas del mayor atentado incruento contra la convivencia, el Derecho y la Historia en la España democrática, que ellos, los menos, alentaron, o los más decidieron consentir.

La pena, en este caso, debería ser, al menos, obligarles a escuchar que son culpables y señalarles que en el futuro, cuando lo vuelvan a hacer, que lo harán, un Gobierno no socialista perseguirá no sólo la acción, sino la omisión del deber fundamental de evitar otra intentona secesionista. El hoy menguado poder económico catalán necesita escuchar que fracturar, no la unidad de España, que todavía está amparada por leyes justas y cuerpos policiales leales, sino la convivencia entre catalanes, conlleva multa.

Lo que no es pena, todo lo contrario, es ir a Barcelona a pasarles la mano por el lomo, a regalarles el oído y a exacerbar el mito —insistimos, mito— de la supremacía del empresariado catalán y el mito, también, del seny. Que es lo que hizo ayer Alberto Núñez Feijóo.

Eso ya lo hizo Mariano Rajoy y lo repitió Pablo Casado. Aparte de la inmoralidad, está demostrado que sólo sirve para ganar votos y perder España.

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