«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
EDITORIAL
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16 de febrero de 2023

La patraña ecologista

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden (Andrew Dolph / ZUMA Press Wire / dpa)

A esta alturas, todo el mundo sabe que tras la ruina y caída estrepitosa del Muro de Berlín a finales de los 80, el socialismo pasó a ser una ideología muerta sin significado alguno. Pero también sabemos, y esto es rigor histórico, que, en simultáneo a la caída del último cascote y con la colaboración del moderantismo siempre cobarde, comenzó un proceso de reconstrucción que llevó al socialismo a reinventarse abanderando ciertas bioideologías como el ecologismo y el feminismo de segunda y tercera generación cuyos efectos perversos —hoy aprobarán la desquiciada Ley Trans en España— aceleran la incuestionable decadencia de Occidente.

Sin embargo, la realidad, que es refractaria a la manipulación antihumanista de las bioideologías, nos ofrece todos los días pruebas de que estas son sólo herramientas para alcanzar el poder. Herramientas poderosas, sin duda, que movilizan los sentimientos atolondrados de buena parte de la población que por miedo, ignorancia o un indecente buenismo, encuentran en estas bioideologías una justificación transversal para entregar su voto, su dinero y la renuncia a su identidad a la izquierda woke globalista.

Tomemos el caso del ecologismo como un ejemplo fácil de manipulación sentimental con fines políticos. No es sólo, que también, que las proclamas catastrofistas y antropocéntricas sobre un apocalipsis climático —que ya tarda según predijo Al Gore— las hagan líderes que no se bajan del avión o del coche blindado de seis toneladas ni así los maten (expresión alegórica). Las pruebas irrefutables de que su ecologismo (y no un sano conservacionismo) es una enorme mentira las podemos encontrar, sin ir mucho más lejos que en los últimos meses e incluso días, en dos verdaderas catástrofes ambientales por las que los apóstoles de las crisis climáticas, la izquierda ecopuritana y sus moderados aliados, no han movido un solo dedo.

El sabotaje del gaseoducto ruso Nord Stream en septiembre del año pasado es la primera evidencia. Su voladura provocó una fuga catastrófica de metano a la atmósfera y al mar que afectará por igual al efecto de calentamiento que está en la base de las predicciones apocalípticas y a la flora y a la fauna marina de la zona. La sola idea de provocar una catástrofe medioambiental —y a estas alturas pocas dudas hay de la autoría— con fines estratégicos, debería haber causado una reacción furibunda de la muy ecologista y gretathunberiana Unión Europea. Bruselas, sin embargo, ha decidido mirar para otro lado y concentrar sus esfuerzos en perseguir a la clase media y trabajadora europea que posea un automóvil de combustión. Nosotros, los preconocidos delincuentes del futuro.

La segunda prueba de que la pasión ecologista del consenso progre —de Biden a Macron, pasando por Sánchez— es una milonga la encontramos estos días, trece después del accidente ferroviario en el estado de Ohio que soltó a la atmósfera una cantidad de cloruro de vinilo (un gas tóxico que se usa para fabricar pvc, carcinogénico en extremo en el ser humano), equivalente a la que resultaría del naufragio de cinco superpetroleros.

Esta es, muy por encima del vertido de crudo de la plataforma de la BP en el Golfo de México en 2010, la mayor catástrofe medioambiental no natural de la historia de los Estados Unidos y los efectos sobre la salud y la vida de cientos de miles de personas y ningún pelícano serán reales. Si el lector apenas ha logrado saber de este asunto, pero conoce al dedillo el tamaño de los supuestos globos chinos o extraterrestres derribados por la heroica Administración Biden, entenderá el alcance de la patraña.

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