La universidad debería ser hoy, en democracia, mucho más de lo que fue en dictadura, pero es todo lo contrario. Es decir: mucho menos. La universidad debería ser un lugar donde el debate libre de ideas, la controversia y la discusión académica, forjaran el paso de la adolescencia hacia la madurez. Un taller de ciudadanos críticos y formados, siempre respetuosos con el derecho a la libertad de pensamiento y a la libertad de expresión, que comprendiendo que las verdades absolutas son raras de encontrar, forjaran su pensamiento e incluso su liderazgo como reemplazo inminente en el mando de una sociedad plural.
La inmensa mayoría de las universidades de Occidente son nada de todo lo anterior, como ayer se demostró —una vez más— en el campus de Bellaterra de la Universidad Autónoma de Barcelona, cuando el separatismo de corte izquierdista destrozó, con la vergonzosa complicidad pasiva del rector Lafuente y con la ineficacia tradicional de la policía catalana al servicio del nacionalismo, una carpa de la organización universitaria «S’ha Acabat!» que pugna por la libertad de pensamiento en los campus. Una libertad que el nacionalsocialismo catalán, como el comunismo del resto de España, aborrece.
Desde que el primer decano de una facultad consintió que una minoría de alumnos impusiera con violencia e intimidación la censura del pensamiento; desde que el primer rector de la primera universidad se acochinó ante un escrache y no ordenó la expulsión inmediata a los liberticidas de las ideas, de cualquier idea… desde ese día, la universidad apenas es una fábrica mediocre y endogámica de títulos por la que pasan miles de jóvenes sin que la universidad pase por ellos.
La inmensa mayoría de los centros universitarios, sobre todo los públicos, pero no pocos privados en todo Occidente, está infectada por la idea de que una parte del alumnado tiene el poder legítimo de decidir qué ideas pueden traspasar los muros de las facultades. Esta aberración a los principios esenciales del debate libre, incluso apasionado, que es la esencia del ser universitario y que es piedra angular de la libertad de cátedra, debió haberse acabado desde el mismísimo primer día en el que un iluminado autoproclamado antifa decidió interrumpir a un conferenciante o a un profesor y exigirle que se callara.
Para eso sólo hubiera hecho falta que a la matrícula acompañara una declaración firmada en la que el alumno se comprometiera, so pena de expulsión inmediata, a comportarse como un estudiante universitario y respetara la libertad de cátedra, de pensamiento y de expresión. Sin rehuir el debate.
No era tan difícil. Y sigue siendo fácil. Sólo se necesita que haya un rector, al menos uno, que merezca ese nombre y que entienda que ubi libertas, ibi patria. Por supuesto, el rector de la UAB, Javier Lafuente Sancho, jamás lo entenderá, y no porque no sepa latín, que tampoco. Quod natura non dat…