La Constitución española situó a los sindicatos de trabajadores como organismos básicos del sistema político y, por lo tanto, pilares del Estado social y democrático de Derecho en su calidad de sujetos políticos capaces de procurar con su acción reivindicadora una transformación en las relaciones de poder en la sociedad.
Hasta aquí, la teoría. Una hermosa teoría. En la práctica, la historia del sindicalismo español desde los tiempos de la Transición es una relación sistemática de mariscadas, fraudes, estafas, sobornos, robos, malversaciones y otras corrupciones. Todo lo anterior, regado con subvenciones multimillonarias pagadas con el dinero de nuestros impuestos. En la memoria de todos los que han leído en su vida algo más que la carta de servicios del D’Angelo están muy presentes el caso PSV, el caso ERE, las tarjetas black de Caja Madrid (sí, ellos también), Forcem, el caso Hulla y, tras un largo etcétera, el caso de los Cursos de Formación en la Junta de Andalucía. En un país normal, este último caso de corrupción sindical debería haber movilizado a la sociedad para exigir la disolución de las principales centrales por su parecido razonable con una organización de malhechores. Pero España, y lamentamos recurrir al tópico, es diferente.
Las centrales sindicales clásicas españolas, UGT, CCOO y otras en esa órbita izquierdista, con desprecio de la fuga masiva de afiliados que han sufrido—en tantos casos, incluso falseando los datos de afiliación—, ni siquiera han tratado de volver a los orígenes, depurar sus miserias y reconvertirse en organizaciones al servicio de los trabajadores y de la sociedad.
Todo lo contrario. En una carrera enloquecida hacia la irrelevancia política y social, los sindicatos de clase —léase, las centrales sindicales de izquierda— han demostrado como tantas veces en los últimas décadas, pero más en esta última crisis, que se venden por un plato de lentejas… eso sí, con chorizo.
A nadie se le escapa que si hubiera sido la derecha la que hubiera gobernado la pandemia, las 150.000 muertes por el virus, filomena, las residencias de ancianos, la crisis económica, los erte, el paro, la quiebra de la confianza en el sistema sanitario, los cierres de miles de pequeñas empresas, la pérdida de cientos de miles de autónomos, la subida descomunal de las facturas de los servicios básicos de luz y gas, el precio desorbitado de los combustibles, incluso las calimas del Sáhara, hace ya meses que las manifestaciones, los paros y las huelgas generales se habrían convertido en un elemento habitual en el paisaje español. Por lo menos tan habitual como las mascarillas o las mentiras del presidente Sánchez.
Pero la realidad es otra.
Sepultados en subvenciones y mamandurrias que no cesan y se incrementan, los sindicatos de la izquierda corrupta tragan con la espantosa gestión de este Gobierno socialcomunista y no dicen nada. Su compromiso con las altísimas responsabilidades que la Constitución les reserva es inversamente proporcional a la enorme cantidad de dinero público que reciben para alegrar sus fachadas con banderitas inclusivas e iluminaciones feministas.
Un futuro Gobierno de alternativa al sanchismo no debe olvidar el papel miserable que los sindicatos de la izquierda han interpretado en esta crisis. En realidad, ningún español que financia estas miserias sindicales debería olvidarlo.