Uno de los fallos más groseros de la democracia española es el de no haber aprobado una suerte de estatuto de las obligaciones de los ex presidentes del Gobierno. Sí que están reglamentadas sus pensiones, privilegios y prebendas, y eso es justo. Pero no las condiciones bajo la que los españoles, con el dinero de nuestros impuestos, les aseguramos un nivel de vida acorde a la dignidad que algunos no tuvieron —luego hanlaremos de eso—, pero si que ostentaron. Y eso es injusto.
A falta de derecho, podríamos haber recurrido a la costumbre, como hacen en otros países, en los que los ex presidentes saben que tras el final de su mandato están obligados a mantener una vida pública discreta y una, todo lo más, benéfica actividad cultural. La costumbre crea ley, y por eso en los Estados Unidos, por ejemplo, la opinión pública torció el gesto cuando Barack H. Obama decidió tomar una parte activa en la campaña contra Trump de 2020. En política estadounidense vale todo, menos sacar a pasear a los ex presidentes para que hagan campaña electoral.
En España, por desgracia, entre las ganas de que le siguieran llamando Adolfo, segundas residencias africanas, terceras residencias antillanas, amistades mexicanas, puertas giratorias de consejos de administración de empresas energéticas, alucinantes libros de memorias selectivas y determinadas tutelas y tutías, apenas podemos contar con el ejemplo de aquel hombre notable y circunspecto, Leopoldo Calvo-Sotelo, que mantuvo una elegante discreción el resto de su vida. Es cierto que él no fue elegido, sino que sucedió a Adolfo Suárez —ese Estanislao Figueras del siglo XX que también acabó hasta los cojones de todos nosotros—; pero no queríamos dejar de pasar la oportunidad de recordar que antes de Sánchez y antes de Zapatero, España llegó a estar gobernada por un caballero, que no dejó de serlo por más triste figura que portara. Don Leopoldo, que en paz descanse.
González y Aznar, dentro de lo que cabe, y vaya si les cabe, no han sido lenguaraces. Sus movimientos subterráneos han sido discretos y se les consiente, sobre todo a González, que de vez en cuando, y por consiguiente, recuerden que son los guardianes de las esencias de sus partidos. Y se les consiente porque de nada les sirve.
Pero lo de José Luis Rodríguez Zapatero es algo mucho más desagradable porque nos obliga, cada poco, a dar explicaciones ante el mundo. El presidente por accidente (atentado) que nos prometió que se marcharía a contar nubes, ha dedicado la década que lleva fuera de La Moncloa a intrigar junto dictadores, delincuentes y políticos bananeros para conducir a América de vuelta al redil de socialismo. Un socialismo del siglo XXI, que es lo mismo que decir el viejo y criminal comunismo. Ahora, con más hispanofobia.
A cualquier español de bien se le debería caer la cara de vergüenza al pensar que hemos exportado a América a Zapatero, el inútil que necesitó clases de economía en dos tardes y que, a tenor de los frutos de su liderazgo sobre la economía de los españoles, se debió de saltar. El hombre que saludaba a terroristas como «hombres de paz» a despecho de la dignidad de los que fueron asesinados. El que removió las heridas cerradas de los españoles como homenaje a su abuelo, un especialista en purgar a sus compañeros de armas. El que convirtió el aborto en un derecho y los derechos de los padres en papel mojado. El que destruyó las relaciones con los Estados Unidos que todavía hoy pagamos. El que montó encuentros entre comisarios políticos del castrismo y lo peor del PSOE. El que, en fin, tras mucho maletín… de viaje, fundó el Grupo de Puebla, la sucursal social de esa Internacional de la ruina que es el Foro de Sao Paulo.
Ahora, el vendepatrias al que un día, en suceguera, Alfonso Guerra llamó Bambi, recibe, se abraza y palmotea con el candidato de la izquierda dura colombiana, el terroristas del extinto M-19 Gustavo Petro. Por cierto, otro experto en economía que ayudó a Hugo Chávez a hundir una de las naciones más ricas del mundo y que hoy sólo es un estado fallido.
Ahora, Zapatero —el Grupo de Puebla—, después de hacer negocios con Maduro, Evo, Correa, Díaz Canel, Lula, Kirchner y lo peor del indigenismo, va a por Colombia. Cualquier compatriota colombiano que haya visto o que vuelva a ver una fotografía de Zapatero y de Petro juntos y sonrientes, debería sentir miedo. Mucho miedo. Y los españoles, vergüenza. Mucha, no. Muchísima vergüenza.