«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

España a pesar del Gobierno

Tras décadas de ocultamiento de la enseña nacional, relegada a un espacio apenas visible en los actos oficiales, se ha hecho presente de nuevo en las calles de forma masiva.


En las catacumbas

Para no merecerles más que desdén («ese trapo») la izquierda en España siempre se ha tomado un enorme interés por las cuestiones referentes a las banderas. Al menos desde que, en los años treinta, sustituyeron la franja roja inferior de la enseña nacional por una morada, en una interpretación errónea del color del pendón que los comuneros de Castilla enarbolaron en Villalar frente a los imperiales.   

La cosa se acentuó cuando comenzó la transición, tras aceptar socialistas y comunistas la rojigualda por «imperativo legal» y mero oportunismo. En esa época era frecuente que los partidos y organizaciones afectas al régimen de Franco hiciesen un uso abundante de la enseña nacional, de modo que, con la incomodidad que es de suponer por parte del gobierno centrista procedente del Movimiento, y por parte de socialistas y comunistas, trataron de evitar su proliferación haciendo de la necesidad virtud: nadie podía patrimonializar lo que era de todos, argumentaban. 

La verdad es que ninguno de ellos estaba muy dispuestos a utilizar la bandera nacional, y por eso pretextaron algo tan fuera de la lógica como que al ser un símbolo de todos no debía monopolizarlo nadie, sin reparar en que la condición de monopolio no debía cargarse al debe de quienes la utilizaban, sino al de quienes no lo hacían.  

A partir de entonces, exhibir la bandera de España se convirtió en un certificado público de fascismo, franquismo o folklorismo. Y la rojigualda entró en las catacumbas.  

Epidemia nacionalista 

Que el hombre es un animal simbólico está fuera de toda duda, pero no deja de ser curioso que esta, la época de la iconoclastia, sea tan prolífica en simbolismos; se diría que cuanto menor es el respeto que se les tributa, mayor necesidad tenemos de ellos. 

Viene esto al caso en razón de la zarabanda nacionalista que sacude España de norte a sur y de este a oeste. Ausente el patriotismo del panorama nacional, gobernados por políticos arribistas y acomplejados a quienes nada importa salvo su personal medro, parece lógico que donde existan identidades alternativas estas florezcan. Y lo han hecho hasta el punto de que, allá donde no existe un nacionalismo propio, y desmintiendo una larga tradición de localismo parroquial, se adopta el del vecino. 

Algunos arguyen que estos nacionalismos son ficticios, lo cual es cierto, pero precisamente eso nos debería llevar a la triste conclusión de que si hay millones de compatriotas dispuestos a creer en cualquier cosa, ello es debido a la dimisión del Estado a la hora de sostener y defender a la nación. 

Lo curioso es que los nacionalistas peninsulares –aunque en distintas medidas, militantes antiespañoles- siempre blasonaron, al igual que la izquierda, de considerar la bandera como un trapo. Un discurso que han trocado, en cuanto se han visto con la suficiente fuerza, por una proliferación de otros trapos -los suyos propios, claro está- como no se había visto en Europa desde los años treinta. 

Saliendo del sarcófago

Pero esa acometividad del nacionalismo antinacional ha producido un efecto contrario: tras décadas de ocultamiento de la enseña nacional, relegada a un espacio apenas visible en los actos oficiales, se ha hecho presente de nuevo en las calles de forma masiva.

Una empresa fabricante de banderas asegura haber multiplicado hasta por cuatro la cantidad de rojigualdas que está sacando al mercado estos días. Su dueño, el empresario, José Luis Díaz, asegura que “ya no se usa solo para el fútbol, se está utilizando con motivos patrióticos”. La verdad es que el aspecto que están tomando algunas ciudades españolas, en donde abundan las banderas colgando de los balcones, justifica sobradamente tal afirmación.

Se han superado las sombrosas ventas de las Eurocopas y el Mundial. Además, parece que los clientes piden enseñas particularmente grandes. Diríase que millones de españoles ha hecho de esto un asunto personal, al sentir el rechazo de una parte de sus compatriotas, que parecen tratarlos como a leprosos. Y tampoco faltan los catalanes que acuden a Madrid para conseguir una enseña nacional, ante la imposibilidad de hacerlo en su patria chica, donde se ha vuelto literalmente imposible: la tercera parte de todas las banderas que se han venido en lo últimos cincuenta días han ido a parar a Cataluña.   

Hace unos años, la bandera española salió del sarcófago gracias a los éxitos deportivos –sobre todo de la selección española de fútbol- tras décadas de momificación a cargo de los políticos de todo signo. Y lo hizo de un modo copioso, espontáneo, casi instintivo, y no poco entusiasta. Se trataba de una expresión algo primitiva y elemental -si se quiere- de patriotismo, pero era algo mucho mejor que la tristeza de los mástiles vacíos durante tres décadas de desnacionalización. 

El gobierno del PP contra la bandera

La oposición a la exhibición de la bandera es generalizada; la izquierda, de modo natural, es reacia, pero el Partido Popular ha tomado dos medidas que hablan muy a las claras de sus intenciones.

Por un lado, ha prohibido a sus concejales presentar en los ayuntamiento mociones a favor de la unidad de España y, por otro, también ha desaconsejado que los españoles se manifiesten a favor de la policía y la guardia civil con banderas nacionales.

Es natural, porque lo último que interesa al gobierno es una explosión de patriotismo; el gobierno cuida de que el Estado siga sosteniendo al sistema en detrimento de la nación. Y la bandera es justamente eso, el símbolo de la nación.

El Partido Popular está seguro de que puede seguir renunciando a España sin grave quebranto electoral. Pero quién sabe si su notoria disociación de un símbolo como la bandera nacional no sea sino el primer paso de un nuevo rumbo para la sociedad española.

De momento, las banderas flamean en toda España a pesar del gobierno. Modesto si se quiere, pero un síntoma.  

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