«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Cavite: comienza la guerra de Filipinas

Las islas Filipinas fueron tierra española desde 1565, cuando el guipuzcoano Legazpi tomó posesión del archipiélago para la corona de España.

Dejaron de serlo en 1898, cuando los norteamericanos pusieron el ojo en ellas dentro de su expansión imperialista. El primer acto del drama se escribió el 1 de mayo de 1898: ese día la flota española era destruida por los norteamericanos en la batalla de Cavite, frente a Manila.

Los Estados Unidos buscaban expandir sus mercados hacia el Caribe y el Pacífico. Cuba era uno de sus objetivos y las Filipinas, puerta al Mar del Sur de la China y al estrecho de Malaca, era inevitablemente otro. En coordinación con el incidente del “Maine” en La Habana, la flota americana del almirante Dewey marchó a Hong Kong dispuesta a entrar en combate. Las Filipinas vivían una seria crisis. Allí, como en América un siglo antes, había surgido una burguesía criolla y mestiza que aspiraba a un mayor protagonismo.

La reacción del Gobierno español fue muy obtusa: entre la incomprensión y la represión, dio alas a los revolucionarios con la ejecución de José Rizal en 1896. Un nuevo gobernador, Fernando Primo de Rivera, buscó una solución negociada y, al tiempo que prometía reformas, inundaba de dinero a los revolucionarios, que aceptaron la transacción. Pero entonces aparecieron los americanos.

La flota de Dewey marchó sobre Filipinas. Bien sabía que las defensas españolas eran exiguas: en torno a 17.000 hombres, de los que dos tercios eran nativos. La protección naval de las islas corría a cargo del almirante Patricio Montojo y Pasarón, que había concebido una defensa bien planeada sobre la base de cañones de costa y minas, centrada en la bahía de Subic, lejos de Manila; aquel plan, por desgracia, llegó tarde. Dewey se plantó allí con una fuerza muy superior en blindaje y artillería. Montojo sabía que estaba en inferioridad.

En vez de encerrarse en Manila y dejar hablar a la artillería de costa, por ahorrar vidas civiles prefirió alejarse y dio combate en alta mar. Fue una jugada suicida: los barcos yanquis disparaban sobre los españoles sin que éstos, con cañones de menor alcance, pudieran contestar, mientras las baterías costeras, demasiado lejos de la escena, asistían impotentes al drama. Después de dos horas de combate, los americanos se retiraron. Montojo, vistos los daños de sus barcos, ordenó vararlos en la bahía si volvía el enemigo. Y éste, disipado el humo del combate, volvió, en efecto, para disparar a placer sobre los barcos inmovilizados. Montojo, mientras tanto, se había marchado a Manila. Más tarde se le reprochará como abandono de puesto.

En aquella batalla de Cavite comenzó todo. El hundimiento de la escuadra española y el dinero americano dieron nuevos bríos a la revolución. La primera república filipina se proclamará precisamente en Cavite. Poco podían imaginar los nativos que los yanquis iban a resultar un patrón mucho más peligroso que los españoles. Los norteamericanos perpetrarán un auténtico genocidio sobre la población filipina. Pero esta ya es otra historia.

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