«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La Batalla de Bailén

Jaén, julio de 1808, un calor de mil demonios. Ese fue el escenario de la primera gran batalla de la Guerra de la Independencia: la batalla de Bailén, no lejos del campo donde seis siglos antes se había librado la batalla, también decisiva, de las Navas de Tolosa.

Quienes tenemos ahora enfrente son los franceses de Napoleón, un ejército que era invencible hasta que, precisamente, fue vencido en Bailén. Ese día los franceses supieron que España no era suya, y los españoles supieron que podían recuperar su nación. Bailén no cerró la guerra, sino que la abrió. Pero, sobre todo, demostró a España y a Europa que era posible vencer a Napoleón.

Cuando Madrid se levantó contra los franceses, el Dos de Mayo de 1808, toda España se apresuró a recoger la soberanía que nuestros incompetentes reyes habían entregado a Napoleón. Por todas partes se fueron constituyendo Juntas que se convertirían en la base nacional de la resistencia. Napoleón decidió entonces ejecutar el despliegue de sus tropas a lo largo y ancho de la península, pero el levantamiento popular va a dificultarle mucho las cosas.

El ejército francés en Portugal ha quedado aislado. El acantonado en Barcelona va a sufrir un revés inesperado en la batalla del Bruc. Los franceses también fallarán en el primer asalto contra Valencia, que resiste, así como en el sitio de Zaragoza. El único vector donde ha podido aplicarse la estrategia de Napoleón es el norte-sur, en la línea Vitoria-Madrid, que protege las comunicaciones de la península con Francia. Un vector que los franceses deciden prolongar hacia el sur, hacia Andalucía. Al frente de ese ejército que marcha sobre Andalucía hay un gran militar: el general Dupont, victorioso en Marengo, Ulm y Friedland. Con ese ejército, de en torno a 20.000 hombres, Dupont toma y saquea Córdoba.

La resurrección de un Ejército

Paralelamente, en Sevilla se ha levantado una Junta Suprema Provincial que es, por el momento, el poder más fuerte en la España insurrecta y que está organizando un ejército. Recordemos que el ejército español, fiel por definición a la Corona, está descabezado: con los reyes fuera de España, sus órdenes son colaborar con los franceses, pero es cada vez mayor el número de oficiales y de unidades que se acoge a la autoridad de las Juntas. En definitiva, hay que resucitar al Ejército. Y aquí, en Sevilla, la cabeza visible de ese ejército va a ser el general Castaños, junto con otros generales de fama: Teodoro Reding, de origen suizo; Manuel de la Peña; Félix Jones, de origen irlandés; el marqués de Coupigny, de origen valón… Entre sus oficiales está, por ejemplo, José de San Martín, al que muy poco después encontraremos como libertador de la Argentina. Nombres eminentes del viejo ejército de los Borbones españoles, que aún era un ejército imperial.

El general Castaños, Francisco Javier Castaños, era un tipo realmente singular. Militar por herencia familiar, jefe desde muy joven, había combatido ya muchas veces y lo había hecho bien, pero distaba de ser un genio de la estrategia o, mucho menos, un caudillo de rasgos legendarios: socarrón, flemático, con demasiado sentido del humor, dicen que bonachón. Uno de los personajes de los Episodios Nacionales de Galdós, “Gabriel”, en el relato consagrado a Bailén, lo dibuja así:

“Vi por primera vez al general Castaños cuando nos pasó revista. Parecía tener 50 años y, por cierto, me causó sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante serio y ceñudo, según mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto, pues los chascarrillos y las ingeniosas ocurrencias que le eran propias las guardaba para las intimidades de su tienda.”

La misión de Castaños era arriesgada. Habíamos dejado a los franceses enseñoreados de Córdoba, abriendo camino hacia el sur; ahora se trataba de ponerse a su espalda y cortar las comunicaciones del ejército francés con Madrid y el resto de España. Si los españoles conseguían copar la retaguardia francesa, cortando sus avituallamientos, impidiéndoles asentar bases estables, entonces las tropas de Napoleón no tendrían más remedio que volver atrás y alejarse de Andalucía. Era una operación inteligente y necesaria, pero que requería fuerzas capaces, y eso era lo que los españoles, sobre el papel, no tenían.

Castaños había conseguido alinear varias unidades de los viejos cuerpos militares y unos cuantos miles de paisanos, animosos y combativos, pero sin preparación castrense, reclutados por las Juntas provinciales en Andalucía. Era una verdadera incógnita saber cómo podrían actuar aquellos hombres en combate: valor no les iba a faltar, pero no era fácil confiar en la disciplina y en la determinación de unas gentes que no habían cogido un fusil en su vida. Y enfrente estaba el ejército de Napoleón, nada menos. Cuentan que un coronel inglés, viendo la escasez de los efectivos militares españoles, ofreció a Castaños una ayuda sui generis: que llevara también consigo a la guarnición española de Cádiz y de otros puertos del sur, y que, mientras tanto, ya se encargarían los ingleses de guardar esas plazas. Pero Castaños no se fiaba de los ingleses: temía que aprovecharan la marcha de las tropas españolas para quedarse con Cádiz como se habían quedado con Gibraltar, de modo que Castaños contestó al inglés:

“No puedo aceptar vuestra ayuda, que además no necesito. Pero, si pudiera, preferiría entregar Cádiz a los franceses a que sucediese con Cádiz lo mismo que con Gibraltar”.

Y así Castaños se puso en marcha con su ejército, numeroso, pero no demasiado fiable. Dupont se enteró de los movimientos de los españoles, como es natural. Y vio claro que su intención era cortarle la retaguardia, de manera que envió a buena parte de sus tropas hacia La Carolina, para cubrir la comunicación con la meseta, mientras él mismo retrocedía hasta Andújar y pedía refuerzos a Madrid. Era también un paso lógico, sensato, pero eso fue precisamente lo que le llevó a la derrota, porque así las fuerzas francesas quedaron divididas.

La batalla

Las tropas de Castaños anduvieron mucho, muchísimo, de día y de noche. Aparentemente, sin ton ni son. De hecho, todos los pasos previos de la batalla pueden definirse como una absoluta confusión por ambas partes. Los movimientos del ejército español desconcertaron a los franceses. Éstos no saben exactamente dónde está Castaños ni qué se propone, lo cual deja fuera de fuego a los refuerzos pedidos por Dupont, que no saben hacia dónde dirigirse. Por su parte, Castaños sí sabe dónde están los franceses, pero no tiene elementos de juicio para interpretar sus maniobras.

Dupont, desconcertado, decide retirarse hacia la ciudad de Bailén, pero entonces se topa con algo inesperado: los españoles estaban allí y en ese momento salían de la ciudad. Eran las tropas de Reding y Coupigny. Así se libró la Batalla de Bailén.

Los españoles tuvieron a su favor tres cosas. Una, que las tropas francesas habían quedado reducidas por los movimientos de Dupont. Dos, que combatieron junto a la ciudad, beneficiándose del apoyo logístico de miles de voluntarios. Tres, el calor: así como a Napoleón le derrotó en Rusia el “General Invierno”, aquí se puede decir que le derrotó el “General Verano”, porque mientras la artillería española –que hizo un trabajo extraordinario- disponía de abundante agua para refrigerar sus piezas, bajo una temperatura de más de 40ºC, los cañones franceses se sobrecalentaban hasta quedar inutilizados. El agua fue, en efecto, una pieza fundamental: para los cañones pero, sobre todo, para los hombres. Junto a los combatientes, yendo y viniendo de la línea de fuego, un ejército de mujeres, ancianos y niños desafía a las balas llevando cántaros de agua. Por eso hay un cántaro en el escudo de Bailén.

Una de esas valientes mujeres inscribió entonces su nombre en la Historia: María Bellido, nacida en Porcuna, de mote la Culiancha, porque tenía unas caderas formidables, y que aquel día dio de beber al mismísimo general Reding. El episodio demuestra de qué pasta estaba hecha aquella mujer. Estaba María Bellido con su cántaro, dando agua a los soldados, cuando vio al general. Corrió con su cántaro hacia Reding. De repente, una bala perdida deshizo el cántaro en los brazos de la mujer. Entonces ella, calmosa, se agachó y recogió el agua que quedaba para ofrecérsela al general.

Hubo miles de María Bellido aquel día. Todos ellos fueron decisivos en Bailén. La batalla duró varias horas. Al fin, Dupont, herido él mismo, constata que no puede continuar: sus hombres no pueden resistir; la sed es insoportable; los cañones franceses van quedando inutilizados… ¿Y los refuerzos? Los refuerzos no llegan. El general francés Vedel no ha entendido qué es lo que se proponía Castaños; cuando al fin da con la clave, ya es demasiado tarde. A Dupont no le queda otra salida que la rendición. Trata de plantearla como una capitulación que le permita conservar el grueso de su fuerza y retirarse hacia el norte. La escena de la rendición fue inmortalizada en un célebre cuadro por Casado del Alisal. La tradición ha legado la conversación que tuvo lugar entre los dos generales, Dupont y Castaños, en el momento final, cuando Dupont entregó su espada.

Bailén cambió el curso de la historia

Las consecuencias de la batalla fueron terribles para los franceses. Cerca de 17.000 soldados de Napoleón cayeron prisioneros. Es una triste historia: las capitulaciones contemplaban la evacuación de los franceses, pero en ese momento llegaron al campo de batalla los refuerzos napoleónicos, atacaron, los españoles frustraron la ofensiva e interpretaron que era una traición a las condiciones firmadas por los propios franceses. Casi la mitad de esos prisioneros morirá en presidio. El general Dupont, que volvió a las líneas francesas, fue juzgado y encarcelado por su derrota. Al mismo tiempo, el dispositivo francés en España se desplomaba: evacuaron La Mancha, abandonaron Valencia, capitularon en Portugal, incluso abandonaron Madrid con José Bonaparte.

Para los franceses fue una catástrofe. No sólo por las consecuencias militares de la derrota, sino, sobre todo, por sus consecuencias psicológicas: el aura de invulnerabilidad que rodeaba a Napoleón se desvaneció. Eso se supo en Francia, se supo en España y se supo en toda Europa. Y lo supo muy bien el propio Napoleón. Un general francés, Foy, que peleó junto a Napoleón y que después escribió una interesantísima Historia de la guerra en la península, lo explicaba así:

“Cuando Napoleón se enteró del desastre de Bailén derramó lágrimas de sangre sobre sus águilas humilladas, sobre el honor de las armas francesas ultrajadas (…) Los invencibles habían sido vencidos, puestos bajo el yugo ¿y por quién…? Por los que, en la política de Napoleón, eran tratados como pelotones de proletarios insurrectos. Por la capitulación de Bailén, la Junta, que no era antes sino un comité de insurgentes, vino a hacerse un gobierno regular, un poder. España apareció, de repente, altiva, noble, apasionada, poderosa, tal como había sido en sus tiempos heroicos. ¡Qué fuerzas y qué poderío iban a ser necesarios para domar una nación que acababa de conocer lo que valía…!”.

El propio Napoleón, para resolver el desaguisado, se ponía al frente de sus ejércitos, reunía una fuerza de 250.000 hombres e invadía de nuevo España. Pero al mismo tiempo, los españoles, que se habían redescubierto a sí mismos, constituían una Junta Suprema del Reino que iba a gobernar en nombre de Fernando VII. Inglaterra vendrá aquí a librar su guerra contra Napoleón, y nosotros, por nuestra parte, inventaremos la guerra moderna de guerrillas. Años de sangre que se pagó a cambio de algo tan preciado como la independencia. Era preciso.

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