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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El nacionalismo catalán, una patología social

El imaginario nacionalista, necesitado de agravios para sostenerse, ha “recreado” una historia de Cataluña que apenas presenta semejanza con la verdad histórica.

Las noticias que llegan del modo en el que se está contado en Europa lo que se sucede en Cataluña resultan desalentadoras. Como si los años, las décadas y casi los siglos no hubieran pasado, asistimos a una deformación sistemática de la realidad acerca de lo que es España y a una idílica presentación de las aspiraciones de los nacionalistas catalanes.

También en este caso se hace patente la dejación de gobierno español. Frente al relato en el que Cataluña ha sido forzada desde los albores de su existencia a pertenecer a España contra su voluntad, la ausencia de reacción ha sido completa. Por su parte, los medios de comunicación nacionales –que están a lo de siempre- prefieren ignorar la situación: siguen vendiendo el rechazo de la UE al “procès” como arma política porque en Europa la comprensión de nuestros socios hacia la España democrática es completa, superadas antiguas visiones estereotipadas operantes hasta la arcádica entrada de España en el antaño selecto club.

Un malo oficial, pero falso: Felipe V

El imaginario nacionalista, necesitado de agravios para sostenerse, ha “recreado” una historia de Cataluña que apenas presenta semejanza con la verdad histórica. En los últimos tres siglos su pertenencia a España no solo no le ha reportado ningún perjuicio sino que, por el contrario, ha supuesto un enorme negocio (considerada la cuestión en términos estrictamente materiales, que parece ser la vara con que mide el independentismo).  

La llegada de los Borbones a España impulsó la economía en todo el territorio nacional, volcados más que sus antecesores Habsburgo en la política interna a causa de la decadencia internacional de la monarquía hispánica. Donde más visible resultó el despegue fue en Cataluña: en la primera mitad del siglo se produjo el notable incremento demográfico y el desarrollo agrario propiciaron una etapa de intercambios comerciales con el extranjero, que se vio complementada cuando algo más tarde decayó con la apertura de los mercados americanos. A su vez, la productividad agraria creció gracias a que el incremento de población facilitó el mantenimiento de unos salarios moderados: de este modo la burguesía barcelonesa trasvasó los capitales producto de los excedentes agrarios a las actividades mercantiles.

A cambio, los Borbón habían abolido las viejas leyes –aunque se mantuvo el derecho civil propio en toda la corona de Aragón, incluyendo Cataluña-, algo que preocupó a la nobleza, pero menos a la burguesía, para la que la unificación de todo el territorio de la corona resultaba una innegable ventaja. El temor a una orientación de la economía en favor de Francia –temor heredado de la experiencia de 1640- pronto se disipó.

Un desarrollo industrial y nacional

Con el surgimiento de la industria algodonera, después del despegue vitícola, producto de las ventajas de la etapa anterior, surge un nuevo sistema social y las mentalidades cambian. Aunque se vivió un duro revés entre 1808 y 1820, a causa de la guerra de Independencia contra los franceses como, por otro lado, sucedió en toda España. La industria catalana recuperará toda su grandeza anterior desde 1830, convirtiéndose de nuevo en una industria pujante pero no logrará, sin embargo, volver a las alturas de los finales del XVIII.

Como consecuencia se produciría una concentración industrial notable y una movilización de capitales, muchos de ellos repatriados de la América que se había perdido en la década anterior y surgirían las primeras sociedades anónimas. El crecimiento no cesaría –salvo momentos muy puntuales- hasta la década de 1880.

El desarrollo de la industria barcelonesa le debió mucho –todo- a la protección que se le tributó desde el Estado, empezando por el arancel de 1828, la represión del contrabando desde 1830 y el real decreto de abril de 1832. No era solo el apoyo de los gobiernos; el algodón, como industria de consumo, dependía sobremanera de la producción agraria, por lo que los industriales barceloneses se implicaron en su defensa y, desde 1820, se prohibió la importación de grano extranjero.

Desde entonces, los productores catalanes sostuvieron la necesidad de que el Estado protegiese la producción propia frente a la competencia, fundamentalmente inglesa. La consecuencia fue que pasaron a depender de la pujanza general de la economía nacional, por lo que los industriales catalanes siempre se preocuparon por la prosperidad del conjunto de la economía agraria española.

La protección a los productos industriales catalanes permitió la creación de una industria nacional, algo que hay que señalar por su trascendencia. Supuso, además, innegables beneficios para la agricultura, sobre todo la cerealística, pero también repercutió muy negativamente en el comercio exterior, pues a muchos sectores se les aplicaron aranceles como los que España establecía para la producción industrial, viéndose de este modo perjudicados.

Como el resto de España

Cataluña ha participado de la vida nacional en la misma medida –como poco- que el resto de regiones y, como el conjunto de España, se ha visto afectada por las divisiones que ha sufrido nuestro país desde el siglo XVIII. Hubo catalanes en el bando felipista y en el austracista durante la Guerra de Sucesión; hubo catalanes – y muchos- en el bando carlista y también los hubo en el isabelino; hubo catalanes en la primera república y contra ella; e igualmente los hubo en los dos bandos en que se dividió España en 1936.

Durante el siglo XX, Cataluña ha dispuesto de más apoyo por parte del Estado que ninguna otra región de España (o, si se prefiere, en términos actuales, que ninguna otra autonomía). El apoyo que recibe a través del FLA, superior a los 65.000 millones de euros –y que se produce en detrimento de otras regiones más necesitadas- , no es nada excepcional.

El discurso nacionalista pretende, sin embargo, lo contrario basándose en una serie de falacias que, curiosamente, son creídas de forma acrítica por una buena parte de la población. La estrategia de la victimización da buenos resultados cuando de lo que se trata es de estimular la codicia.  

Así, la idea de que Cataluña paga más impuestos que el resto de España innegablemente ha cuajado, cuando los impuestos los pagan personas y no territorios; si los catalanes pagan más, ello se debe sólo a que tiene un nivel de renta mayor que otras autonomías. Las condiciones son las mismas que para el resto de españoles.

Por otro lado, si hay algo seguro es que, en una Cataluña independiente, los catalanes tendrían que pagar más impuestos que los que pagan ahora. Pero bastantes más.

El mito nacional

Pero los argumentos racionales se estrellan contra el muro de las creencias. Aunque las ideas son más moldeables y pueden ser modificadas en nuestra mente, mucho más difícil es que eso le suceda a las creencias, que son pre-racionales y, por tanto, casi siempre inmunes a los argumentos.  

Porque, en definitiva, el de la nación es seguramente el mito ideológico más potente. Eventualmente han surgido otros; el socialismo, la democracia, el fascismo. Pero el más poderoso –junto a la libertad-, que resurge una y otra vez, es el de la nación. A él han vuelto todos tras fracasar; es un valor seguro, el oro político en el que todos invierten cuando otras especulaciones no dan el resultado apetecido.

La nación fue una larga aspiración de muchos pueblos, y no puede negarse que se trata de un hallazgo genial de la evolución de la historia europea. Tanto es así, que muchas veces se ha querido encontrar virtuosa incluso una inflamación de la misma, la degeneración romántico-nacionalista, que en realidad es una forma enfermiza de la verdadera virtud, el patriotismo.

La Cataluña nacionalista, hoy

Lo que la Cataluña nacionalista vive hoy es auténtico nacionanismo, un ensimismamiento obsesivo que ha degenerado en una patología social como pocas veces se ha visto, llegando al punto de transformar la realidad; ni la verdad, ni la historia, ni la lógica tienen la más mínima acogida en el universo enloquecido de un nacionalismo que comenzó execrando la historia de España para más tarde tratar de apoderarse patéticamente de ella.

Ha resultado enormemente pedagógico, como paradigma de una alucinación colectiva, su reivindicación de la condición catalana de Cervantes, santa Teresa de Jesús o Colón, algo que en su día provocó una suerte de estremecimiento piadoso en la espina dorsal de la península, para desembocar en una de las más crueles mofas colectivas que se recuerdan (merecidísima, por otro lado).  

Pero, en el estado al que hemos llegado, el ridículo objetivo en el que se mueven y existen carece de significación objetiva. Lo que de veras cuenta es la capacidad movilizadora del mito; no importa que sea falso, lo esencial es que sea vivido o, al menos, creído.

Y lo cierto es que la nación catalana se ha convertido en un potente mito operante, hasta el punto de que personas que en modo alguno pueden identificarse con un catalanismo tradicional se hayan sumado al nacimiento de esta nación. Una nación que ciertamente será imaginaria, pero que sobre todo está siendo imaginada.

Oponer una racionalidad fría y seca frente a esa orgía de emotividad colectiva que condensa la potencia del mito nacional es algo perfectamente inútil. Al haber desprovisto a España de toda emoción, al haberla momificado hasta el punto de huir de su mera evocación –a través de incontables sucedáneos en forma de insoportables perífrasis- se ha secado toda fuente de adhesión.

Por otro lado, demostrado está que la zanahoria de la Europa comunitaria ya no tira del burro. Las admoniciones bruselenses no parece que hayan hecho la menor mella en los delirios separatistas.

Sólo un mito tan potente como el que se esgrime para destruir la nación puede reconstruirla y salvar la unidad de nuestra comunidad política. Un poderoso mito que, a diferencia del nacionalista, es cierto: España.  

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