«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Cinco años del estado de alarma

Punto de set

Féretro durante el covid. Europa Press

Mi único sobrino varón nació a finales de marzo de 2020. Durante un tiempo le llamamos «el pangolín», porque el humor (negro) es lo único que salva el drama de una madre primeriza pariendo sola en un hospital que era un estado de sitio. No conocimos a la criatura hasta unos días después y él encontró una humanidad sin derecho de reunión que le miraba, impotente, detrás de las mascarillas o de los cristales. Si bien venir al mundo de esa manera resultó inquietante, la infamia alcanzó su paroxismo con los muertos y sus allegados. La sacralidad del óbito fue pisoteada, los ritos prohibidos y las familias sufrieron duelos traumáticos que todavía hoy son un fantasma que les persigue.

La conculcación de derechos inalienables tuvo nuestra cooperación porque instrumentalizar el miedo es una vieja técnica psicopática y nuestros gobernantes se las saben todas. Dice el filósofo alemán Byung-Chul Han que el miedo y la libertad son incompatibles. Y que éste puede transformar una sociedad entera en una cárcel. Con la perspectiva que dan los cinco años vista, sabemos que el control social se articuló mediante el despliegue exhaustivo del catálogo de los horrores al completo. La sumisión de los españoles fue entusiasta en la mayoría de casos. Estaba asegurada por los mensajes institucionales de culpa y vergüenza (podías ser el responsable de «enterrar a tu abuelo o intubar a tu mejor amigo»), la disonancia cognitiva o el refuerzo intermitente (pin de superioridad intelectual y aplausos desde el balcón y las ondas para el buen ciudadano; shame on los bebelejías). Mi favorita fue la «luz de gas» cuando pretendieron no haber asegurado nunca que las vacunas inmunizaban e impedían la transmisión del virus.

El Gobierno de España le cogió el gustillo a los Reales Decretos, y de sobra son conocidas el resto de tropelías cometidas por el entorno gubernamental mientras la población permanecía ilegalmente confinada. Sin embargo, no se recuerda lo suficiente que desde el Partido Popular, en la persona de su presidente y el de Andalucía, Bonilla, abogaron por el pasaporte Covid. No hay nada peor que ese catetismo pepero, una especie de complejo de Paco Martínez Soria, que les hace derretirse ante cualquier ocurrencia tirando a totalitaria —y sin el tirando—  que venga de una institución supranacional o surgida de cualquier chiringuito de mundialistas millonarios. En lo que respecta a las «vacunas», si la pandemia hubiera pillado al gallego en el gobierno de la nación, no hubiéramos tenido campo para huir. Nuestra cuota de libertad se hubiera circunscrito a elegir qué brazo poner.

El ejercicio de coerción y control de masas que supuso la pandemia no hubiera sido posible sin la inestimable concurrencia de lo que Curtis Yarvin, ese teórico político estadounidense con pinta de haber sido miembro de Nirvana, llama La Catedral. Se trata de una red descentralizada de instituciones formada por los medios de comunicación, las universidades, la burocracia gubernamental o las ONG. Mediante tales organizaciones, el Estado se asegura el consentimiento de la opinión pública que le legitima. En La Catedral apenas hay notas discordantes, el mensaje cala en la sociedad y a quien no desfila al mismo paso se le hace la vida imposible. Parece algo sofisticado pero es el mecanismo por el cual las democracias liberales se trasforman en tiranías, y cuyo primer acto a nivel mundial tuvo lugar en 2020.

Prueba de ello es que, cinco años después, con algunas de las cartas sobre la mesa, luz, taquígrafos y habiendo visto trabajar a los tramoyistas del nuevo mundo nacido tras la pandemia, todavía los medios de comunicación tradicionales se siguen aferrando al fetichismo de las instituciones, al oscurantismo de Bruselas y al amuleto de las subvenciones.

La primera escena de Match Point (película dirigida por Woody Allen en 2005) representa un partido de tenis. Una voz en off explica que, en ocasiones, la bola golpea el borde de la red, queda suspendida, y durante una fracción de segundo puede seguir hacia adelante o caer hacia atrás.

Explica Adriano Erriguel que en el mundo post coronavírico asistimos a la rehabilitación «rotunda» de los Estados nación. La pandemia ha puesto de manifiesto la capacidad acumulada del poder para ejercer un control exhaustivo de sus ciudadanos. También las consecuencias de la desindustrialización y deslocalización. La guerra de Ucrania, a su vez, certifica la defunción del modelo económico deslocalizado. Ambas crisis nos han redescubierto el valor estratégico de la energía, de la agricultura y de la defensa. Ahora bien, algunos autores aseguran que los Estados nación serán los nuevos vectores de la mundialización. Sin embargo, el escenario contrario también parece probable: «que los Estados se conviertan en pilotos de la desglobalización». El autor mexicano, tras comparar acertadamente a la sociedad tardoliberal con un mundo de partículas elementales houellebecquianas, concluye que «sólo los pueblos en pie podrán frustrar las tentaciones de un estado de excepción permanente».

La pelota está, por un tiempo, suspendida sobre la red.

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