«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Cinco años del estado de alarma

De la sumisión al supercontrol global

Pedro Sánchez, durante la pandemia. Europa Press

Hubo un tiempo en que las fronteras fueron infranqueables. Las exteriores y las interiores. Un decreto, el del 14 de marzo de 2020, prohibió la libre circulación por el territorio nacional e incluso salir de casa. Los encierros domiciliarios duraron meses y un año después el Tribunal Constitucional resolvió que todo fue ilegal. Un estado de excepción encubierto. El Gobierno también cerró las fronteras con una orden posterior. El pretexto: la lucha contra el covid.

Antes del decreto los voceros habituales ridiculizaban a quienes compraban mascarillas en una farmacia. Había que justificar la manifestación feminista del 8 de marzo. En La Sexta, Ferreras advertía contra los bulos. «Las mascarillas son para los sanitarios o para los que ya están enfermos, ¡cuidado con las mentiras!». Una semana después, cuando Sánchez ya había decretado el estado de alarma, los medios acompañaron la medida con una nueva narrativa: mascarillas, aplausos a sanitarios, resistiré, salimos más fuertes…

Esto último, en realidad, fue obra de la Moncloa, que entendió rápidamente que la partida no se jugaba en los hospitales sino en los platós de televisión, único espacio donde estaban permitidas las reuniones sin distancia de seguridad. El eslogan sirvió para regar con cientos de millones de euros a los principales medios de comunicación. La propaganda fue la primera vacuna y Sánchez llegó a presumir en televisión de que había descendido la criminalidad. 

La manipulación adquirió cotas insuperables. Jugaron con el lenguaje como nunca. Del salimos más fuertes nos condujeron a la desescalada. Tras meses de confinamiento el poder abrió la mano tímidamente para que diésemos una vuelta a la manzana sólo a la hora que determinaba un inexistente comité de expertos. Un clarísimo antecedente de las ciudades de 15 minutos, modelo que el establishment globalista aspira a imponer en todo occidente. A mitad de camino entre la arbitrariedad y el disparate, el Gobierno permitió que las mascotas pudiesen salir a la calle antes que los ancianos y niños. Pero a todo ello nos acostumbramos sin rechistar.

Precisamente nadie sufrió tanto los encierros —enfermos al margen— como los niños y adolescentes. Los expertos hablan de secuelas relacionadas con la salud mental, dificultades de aprendizaje y socialización. Además, los niños nacidos aquel año tardaron más en empezar a hablar. Así lo señala un estudio de la Universidad Autónoma de Madrid, que sostiene que la epidemia alteró las interacciones sociales de esos niños y su desarrollo del lenguaje.

Pero si algo cabe decir del nuevo mundo nacido a comienzos de 2020 es su obsesión por el control total, vieja aspiración del globalismo que la epidemia mundial declarada por la OMS ayudó a acelerar. El covid fue, ante todo, la palanca que legitimó los instrumentos de coerción sobre la población, la coartada para restringir derechos y someter a países enteros, como reconoció el mismísimo George Soros.

Sin el contexto de restricciones en todo el mundo, Sánchez habría tenido más complicado imponer el uso de la mascarilla al aire libre, la prohibición de celebrar velatorios o limitar a tres personas los asistentes a un entierro. Todos tragamos, en parte, porque la propaganda contra quienes ponían las medidas en entredicho fue atroz. Los medios de comunicación estigmatizaron a quienes cuestionaban el andamiaje gubernamental, el covid ya no era tan peligroso para la salud como los propios negacionistas.

Hubo momentos delirantes. Ninguna imagen más potente que la de aquel helicóptero persiguiendo a un bañista en una playa desierta de Mallorca o la de vecinos delatando a otros si daban un paseo cuando no tocaba. A tal grado de psicosis llegamos en España. Visto con perspectiva, claro, era difícil mantener la cordura cuando las televisiones emitían un rótulo fijo con el número de fallecidos a diario. El bombardeo permanente de emociones sepultó cualquier atisbo de razón.

Por supuesto, el sistema autonómico también contribuyó a aumentar el caos. Mientras el Gobierno vulneraba los derechos fundamentales de los españoles, los caciques locales acumularon más poder que nunca. Era su momento. Ellos decidían si cerraban las fronteras con la comunidad vecina. Así, los españoles se podían ir de fin de semana dependiendo de la región de residencia. Unos sí y otros en casa. Más tarde llegó el pasaporte covid en algunos de los territorios gobernados por el PP, tal fue el caso de la Galicia de Feijoo o la Andalucía de Moreno Bonilla.

Un día, como por arte de magia, todas esas restricciones desaparecieron sin que mediase explicación alguna. El pasaporte covid para tomar un café en el bar de la esquina o las mascarillas en exteriores ya no eran avaladas por quienes antes habían tachado de conspiranoicos a quienes criticaban tal arbitrariedad. Lo mismo sucedió con las vacunas. El 10 de octubre de 2022 la CEO de Pfizer, Janine Small, reconoció que administraron el producto ignorando si serviría para detener la transmisión del virus.

Han pasado cinco años y las cosas no han mejorado. La DGT estudia sancionar a quien circule solo en su coche y las zonas de bajas emisiones se extienden por toda España. En Bruselas se habla del euro digital (el PSOE ya propuso eliminar el dinero en efectivo durante la epidemia) mientras Von der Leyen amenaza con confiscarnos el dinero al convertir nuestros ahorros privados en «inversiones muy necesarias». Como dice la DGT para justificar su medida: el futuro será compartido o no será.

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