«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Del PP al PSOE, pasando por Podemos… un análisis sobre la corrupción 

Sobrevuela una pregunta cada vez que un político enfila los juzgados: ¿Cuándo se corrompió?

Los últimos acontecimientos relacionados con la corrupción pueden determinar el curso de la política española, y del país entero.
La corrupción de la estructura política y social de la nación parece una evidencia. Partidos políticos, ayuntamientos, empresas, oenegés, comunidades autónomas…no parece existir un ámbito libre de la pestilencia.
La reciente sentencia del caso Gürtel ha remachado esta sensación: los partidos políticos son máquinas de corrupción que a estas alturas apenas se molestan en disimular. La acreditada judicialmente corrupción en el Partido Popular – tras dar por descontada la del PSOE – es un golpe muy duro al régimen del 78.
Entre otras cosas, porque resulta grotesco que proponga una moción de censura al presidente del gobierno el secretario general socialista en el nombre de la “dignidad de las instituciones”, cuando su partido tiene abiertos 77 casos de corrupción entre los que se cuenta el de los EREs de Andalucía, el mayor cuantitativa y cualitativamente de la historia de España; cuantitativamente por su volumen, y cualitativamente porque la corrupción andaluza no es el resultado indeseado de la debilidad humana, sino la columna vertebral de un sistema clientelar podrido hasta la médula.

Un desfile inacabable

De un partido o de otro, estamos asistiendo a un interminable desfile de personajes públicos camino de los distintos centros penitenciarios repartidos por toda la geografía nacional. Resulta inevitable que, cada vez que uno de ellos enfila los juzgados, sobrevuele una pregunta: ¿cuándo se corrompió?
No es algo fácil de contestar. Quizá el hombre se vio atraído por un partido político pensando en hacer carrera; quizá entró como un entusiasta idealista, como un creyente. De lo que no cabe duda es de que hay personas tan asequibles a la seducción del poder como a la del dinero, aunque para estos últimos lo primero suele ser poco comprensible.
Quien piensa en hacer carrera quizá sea más fácil de corromper que aquel que cree en algo y que se ve empujado a la política por consideraciones de índole ideológica y, en definitiva, de orden moral. Quien siente su participación en la cosa pública como un imperativo moral – los hay – suele resultar bastante más ético.
Echamos la vista atrás e imaginamos a quienes componen el inacabable desfile de los corruptos cuando, años atrás, entraron en un partido; y no podemos evitar preguntamos aquello de cuándo se jodió el Perú.

Los jóvenes y la política

Las cosas eran muy diferentes a como son hoy cuando entraron en política quienes ahora comparecen ante su señoría; la política, durante mucho tiempo, ha proporcionado una trascendencia que, desde las revoluciones liberales, se le niega a la sociedad en su conjunto.
Hoy, es rara la participación de los jóvenes en los partidos tradicionales. Las viejas estructuras ya no les dicen nada. Entrar en el PP o en el PSOE es algo que, para la mayoría, resulta absurdo, y no solo porque ya no pueda distinguirse entre uno y otro, sino porque todo eso, desde su óptica, pertenece a un mundo periclitado.
Los jóvenes ven a los viejos partidos – aburridos, uniformes, escleróticos – como a las cabinas de teléfonos; les recuerdan a algo pero no saben muy bien a qué. Por eso, los que entran en ellos no son precisamente representativos de lo que hoy es la juventud, aunque formen parte de ella.
Entre quienes lo hacen, el atractivo del poder no es algo menor, pero suele ser la posibilidad de hacer carrera la razón básica; su idealismo pocas veces es mayor que el de un adulto. Es evidente, siempre lo ha sido, que la juventud se ve atraída más bien por posiciones ideológicamente que se corresponden mejor con la radicalidad propia de la condición juvenil. Y de las que esperan sacar poco beneficio personal.

Un camino de realización personal

Cuando alguien entra en un partido político…¿cuál es su intención? Pues de todo hay. Pero no es fácil que entre los que lo hacen en los partidos mayoritarios haya muchos exentos de un interés personal más o menos inmediato.
Los ejemplos de quienes ascienden en las estructuras políticas son muy gráficos al respecto; aunque sea cierto también que no son representativos de los afiliados en su conjunto, forman parte del todo, y compiten con otros como ellos.
El de la política es un camino de realización personal en el que la adscripción al partido, y el partido mismo, son instrumentos de esa realización, de una carrera personal, para la que el servicio público queda relegado, en el mejor de los casos, a una condición subalterna.
Aunque dentro de una radicalidad sin precedentes, Mao Zedong lo condensó de un modo muy gráfico, cuando dijo que él no se había hecho revolucionario sino porque tenía una necesidad personal, y que lo único que le interesaba, en realidad, era satisfacer esa necesidad. Todo lo demás, y todos los demás, le traían sin cuidado.

Nadie se quiere ir

El de la política se configura, así, como un camino de autorrealización para muchos. Muy reciente tenemos el caso del chalet de Pablo Iglesias, que ha revelado en el dirigente ultraizquierdista una inusitada capacidad de adaptación al sistema que dice combatir, con desconocidas – pero en ningún caso positivas – consecuencias electorales. Y no es el único caso.
A Artur Mas le costó horrores dejarlo, y tuvo que hacerlo bajo presión, porque aunque se creía llamado a dirigir el proceso de desafío al Estado, fue pronto rebasado por una realidad política crecientemente radical; pese a lo cual se resistió con uñas y dientes a marcharse, aunque su permanencia al frente de la causa secesionista perjudicaba claramente a esta.
Un ejemplo semejante es el de Pedro Sánchez, inusitada mixtura de ignorancia y ambición, al cual resulta evidente que todo le vale para alcanzar el objetivo monclovita. Su condición de candidato del PSOE a la presidencia del gobierno perjudica electoralmente a su partido, pero él se agarra al hecho cierto de que ha sido elegido por la militancia, que en el caso del socialismo español está disociada con claridad de su base electoral. Sánchez no desconoce esta circunstancia, pero no arroja la toalla, aunque él sea uno de los principales obstáculos – si no el principal – que aleja al partido del triunfo electoral.
Y, por supuesto, tenemos el caso de Mariano Rajoy, quizá el más clamoroso de todos. Rajoy, elegido por José María Aznar como sucesor por descarte, ha hecho de la presidencia del gobierno una razón de vida; su notable dejadez e indolencia, su inclinación a tomar pocas y timoratas  decisiones, no parecen revelar una pasión política muy marcada. Beneficiado por el desastre legado por Zapatero, disfrutó de una holgada mayoría absoluta que malbarató, a partir de la cual comenzó un descenso vertiginoso que no parece tener fin.
Hoy, a nadie se le oculta que Mariano Rajoy es un lastre para las expectativas electorales del PP, algo que a él no parece importarle lo más mínimo, porque ha bloqueado toda renovación en el partido, se ha deshecho de los disidentes y ha manifestado su intención de ser candidato de nuevo. En Cataluña ha conducido al partido a la irrelevancia, y en el conjunto de España parece difícil que el Partido Popular renueve una mayoría siquiera precaria.

Los votantes seducidos

Naturalmente, quienes dirigen los partidos no ignoran la importancia de la adhesión personal. Saben perfectamente que entre los motivos para votar a un partido u otro, las cuestiones emocionales juegan un papel decisivo, de ordinario mayor que el escrutinio racional.
Hace tres décadas fuimos testigos de cómo, quienes votaron a un partido socialista que propugnaba la salida de la España de la OTAN como una de sus grandes bazas electorales, acudieron a votar en el referéndum sobre la permanencia de nuestro país en la Alianza Atlántica y lo hicieron en el sentido contrario al que les había llevado a votar al PSOE apenas tres años atrás. La adhesión mágica al carisma personal de Felipe González, epítome del cambio y la modernidad, resultó más evidente aquí que en ninguna otra ocasión.
Igualmente, quienes hoy mantienen su voto al PP lo hacen, o bien por temor a un mal mayor, o bien por una suerte de adhesión irracional en la que lo esencial es estar en línea con el partido. Por un extraño sortilegio, Mariano ha arrastrado a personas perfectamente cuerdas y racionales a una especie de adhesión incondicional inexplicable para el resto de los mortales, que terminará – más pronto que tarde – destruyendo al Partido Popular.
El carácter mágico de tal superchería quedará más aún de manifiesto cuando, consumada la ya inevitable derrota, esas mismas personas culpen a factores externos y personas ajenas de la desgracia devenida, en lugar de comprender que no habrá sido causa sino de su inquebrantable adhesión a una causa que no lo valía.
Pero Mariano Rajoy habría consumado, en fin, su proyecto vital. El precio, a la vista está, carece para él de sentido.

Y los militantes

El cuerpo electoral tiene unas motivaciones más o menos claras, pero más complejo es el caso de los militantes. Entre estos se encuentra de todo; los hay altruistas y los hay interesados, pero lo sustancial es la deriva de unos y otros. De los primeros no suele quedar mucho pasado un tiempo prudencial, el suficiente para el desengaño; los segundos, dispuestos caso a cualquier cosa, ascienden pronto.
Cada ve es más clara la influencia del sistema en este proceso selectivo, del que – por lo general – sobresalen los peores. De un sistema que es moralmente corrupto en su raíz, no solo en su desarrollo. La misma partitocracia es perversa en sí misma y pervierte, a su vez, la democracia, porque impone que no exista más vía de expresión política que la marcada por los partidos, a los que, todo lo más, se puede presionar mediante los movimientos sociales.

Unos prosperan y otro no

Una de las cosas que antes aprende un político en España es que en nada depende de su electorado y en todo depende de su jefe de filas. Con ese condicionamiento es casi un milagro que gente de verdadera valía prospere en un partido político, con lo que los mejores suelen abandonar su militancia más o menos pronto.
Suele ser frecuente la supervivencia de los sujetos más serviles, más obedientes y menos problemáticos para la dirección. La disidencia no se tolera, simplemente, y – salvo que se sea lo suficientemente hábil como para sorprender a quienes manejan los hilos -, resulta imposible que aflore algo que no sea acorde a las necesidades de la cúpula del partido.
Llegados a un cierto punto, incluso el partido pasa a un segundo plano, para convertirse en apenas una molestia que se limita a refrendar los actos y decisiones de un jefe que, a falta de carisma, atesora el poder ejecutivo.

La corrupción es sistémica

Pese a sus protestas públicas en sentido contrario, las direcciones de los partidos frecuentemente conocen las corruptelas en las que andan metidos los suyos, pero las toleran, cuando no las promueven, porque son garantía de fidelidad y obediencia.
La pretensión de desconocimiento que la dirección alega cuando el partido se ve amenazado es, en la mayor parte de casos, falsa, pero se asienta en el hecho de que, con frecuencia, no se ha producido un lucro en la dirección; al ciudadano corriente le resulta incomprensible que alguien con poder no lo utilice para beneficiarse económicamente, porque el ciudadano corriente suele desconocer que el motor de quienes anidan en las direcciones de los partidos, más que el lucro, es el poder.

Esa corrupción se extiende a todo el ámbito de las administraciones públicas, porque todas ellas están en manos partidistas y, por tanto se hallan aquejadas de los mismos males. El exceso de cargos públicos y de la administración que tenemos en España no se debe, como frecuentemente se quiere, a un exceso de funcionarios, sino a que los partidos hace mucho que son oficinas de empleo para los propios; propios que, en muchos casos, hace tiempo que tienen el mismo interés que los oligarcas de los partidos en que estos permanezcan.

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