España se desangra comercialmente con China desde hace décadas, y lejos de revertir la situación, el Gobierno de Pedro Sánchez opta por rendirse ante el gigante asiático. El presidente ha vuelto a hacer las maletas para viajar a Pekín, su tercera visita en apenas tres años, mientras la balanza comercial con la dictadura comunista no deja de empeorar: sólo en 2024, el déficit ha alcanzado los 37.707 millones de euros, cinco veces más que en 2001, año en el que China se incorporó a la Organización Mundial del Comercio.
Desde su entrada en la OMC, Pekín ha sabido jugar sus cartas. Subvenciones públicas encubiertas, condiciones laborales incompatibles con la legislación europea, dumping medioambiental y un mercado interno blindado a las empresas extranjeras han permitido a China inundar Occidente con productos a bajo coste. Mientras tanto, Europa —y especialmente España— ha bajado la guardia en nombre de una globalización que ha beneficiado al régimen chino y empobrecido nuestras economías productivas.
La historia viene de lejos. Desde que España estableció relaciones diplomáticas con China en 1973, el déficit ha sido la norma. Ni las visitas del socialista Felipe González en los años 90, ni iniciativas como la Expotecnia de 1994 —lastrada por la masacre de Tiananmén— lograron abrir mercado para nuestras empresas. La situación no ha hecho más que empeorar: compañías estatales chinas, respaldadas por el Banco Central y el Gobierno comunista, siguen imponiendo barreras invisibles que impiden la reciprocidad comercial.
Mientras la Unión Europea define a China como «socio comercial y rival sistémico», Sánchez prefiere mirar hacia otro lado. La coincidencia de su viaje con la actual crisis de aranceles da al encuentro con Xi Jinping un matiz delicado. A diferencia de Alemania o Francia, que temen represalias de Estados Unidos si se acercan demasiado a Pekín, España —con un déficit de 10.000 millones respecto a Washington— se presenta como una pieza secundaria sin nada que perder… salvo su ya maltrecha balanza comercial.
Lo cierto es que el régimen chino no necesita a Europa para colocar sus productos. Con un tercio de la producción manufacturera mundial bajo su control y un sistema financiero volcado en exportar a toda costa —1,9 billones de dólares en nuevos préstamos industriales—, lo que busca Pekín es asegurarse mercados donde pueda colocar su exceso de capacidad productiva. Y ahí es donde entra España, a la que el Ejecutivo socialista parece dispuesto a convertir en el vertedero comercial de Asia a cambio de promesas de inversión.
Sánchez finge jugar una partida geopolítica de gran altura mientras España se hunde entre déficits, dependencia tecnológica y un peso internacional marginal. Su acercamiento a China puede servirle para presumir de diplomacia en Bruselas, pero deja a nuestro país más expuesto que nunca a las decisiones de dos colosos: Pekín y Washington. Con la guerra en Ucrania de fondo, y con China como principal aliado de Rusia, la única baza de España parece ser su irrelevancia militar… y la posibilidad de ofrecerse como mediador en un conflicto en el que no pinta nada.
La pregunta es si todo este teatro diplomático servirá para algo más que alimentar el ego de un presidente empeñado en seguir jugando a estadista con una economía que hace aguas.