Esta semana se ha vivido una gran tensión en el Congreso de los Diputados, no ya solo –como casi siempre– en lo dialéctico, sino también legislativa y vital. El Gobierno y sus socios tienen muy claras sus intenciones, y la reforma del Código Penal ya es un hecho –a la espera de conocer el pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre los recursos interpuestos por PP y por VOX–. La «palanca» de la sedición y la malversación fue la condición para aprobar los Presupuestos. Y el Congreso, sede de la soberanía nacional, ha sido testigo de una votación exprés en la que desde el Gobierno se ha acusado de «golpismo» a la oposición por recurrir ante el máximo intérprete de la Carta Magna. La reforma del Ejecutivo incluye la eliminación del delito de sedición, la rebaja del delito de malversación y la modificación de las leyes que afectan al propio TC y al Consejo General del Poder Judicial. Todo lo ha hecho el Gobierno en nombre, dice, de la voluntad popular.
El pasado jueves hubo malas formas y adjetivos muy gruesos… un «ruido de sables» dialéctico propio de otras épocas. «Estamos en diciembre, pero huele a febrero del 81»; «Estrategia reaccionaria»; «Han cruzado todas las líneas rojas»; «Se están cargando a Montesquieu», han señalado los portavoces de la izquierda parlamentaria. Se ha creado la dicotomía: o nosotros o la oposición golpista. Y la fragmentación es total y absoluta. Apenas hay diferencias entre el discurso de Bildu y el del PSOE, defienden lo mismo y atacan de la misma manera. Toda la izquierda en tromba considera que existe una derecha judicial que no tiene derecho a dictaminar nada sobre lo que ellos legislen. Así, han equiparado Tribunal Constitucional a PP y a VOX, y quieren renovarlo para que ningún recurso de la oposición contra el Gobierno prospere. Y mientras eliminan el delito de sedición y reforman el de malversación, han aprobado la Ley del Aborto y avanzan en su Ley de Bienestar Animal, otras dos leyes ideológicas.
El Gobierno no para de impulsar su agenda a base de decretos ley. Un decreto, además de tramitarse con urgencia, no permite enmiendas ni casi control de la oposición. En víspera de la Navidad y con la fórmula del «decretazo», Sánchez ha mostrado su manera de hacer política, porque no tiene otra. Y la aritmética parlamentaria le favorece, por lo que continúa exponiendo su músculo político frente a la oposición. La Mesa del Congreso también está a su favor. Otra semana más Batet ha sido protagonista al autorizar votaciones antes de la decisión del TC. Por ello ha recibido las críticas de PP, VOX y Ciudadanos, que le han recordado que su actitud era la de Carme Forcadell, la presidenta del Parlamento de Cataluña en aquellos días de septiembre de 2017. Pero Batet se lavó las manos… y la oposición –incluidos los 52 diputados de VOX, que votaron a favor de echar a Sánchez en una moción de censura– denunció el «maltrato» y la «parcialidad» por su parte.
Ni los discursos del presidente manchego, Emiliano García-Page, ni del presidente aragonés, Francisco Javier Lambán, ni la expulsión del histórico Leguina han provocado cambios de criterio en la bancada socialista. Ningún diputado levantó la voz. Ni de Castilla La-Mancha, ni de Extremadura, ni de Aragón, ni de ninguna otra región. Todos a una votaron con Patxi López, con Gabriel Rufián, con Pablo Echenique y con Bildu, y defendieron el mismo discurso. Hasta un diputado socialista, Felipe Sicilia, se atrevió a llamar directamente «golpista» a la oposición. «Hace 41 años la derecha quiso parar la democracia con tricornios y hoy han querido hacerlo con togas», dijo. Ninguno se ha rebelado, ninguno ha afeado la actitud de Batet ni de los miembros del Gobierno. Y todos votaron a favor de la Ley del Aborto de Montero, no han puesto enmiendas a la Ley Trans de Montero y tampoco a la Ley del «sólo sí es sí». Y mientras, España se mantiene en vilo antes de la pronunciación el lunes del Tribunal Constitucional ante la guerra que le ha declarado el Gobierno y espera que ser sedicioso y malversador no salga prácticamente gratis.