Ayer, cuarenta y seis años después del referéndum para la Reforma Política con el que se puso en marcha la Transición española hacia la democracia («habla, pueblo, habla, tuya es la palabra, habla y no permitas, que roben tu voz), el Partido Socialista Obrero Español, junto a sus socios comunistas, sus aliados separatistas y los herederos de una banda de pistoleros, liquidó en una escandalosa sesión en el Congreso de los Diputados lo que quedaba del espíritu de concordia de aquella reforma política. No diremos que no lo esperáramos. Y no lo diremos porque nos contradiríamos con todo lo que hemos escrito, y en esta casa la primera regla es no engañarnos a nosotros mismos.
Esperábamos este momento porque desde hace muchos años, décadas, observamos con preocupación la deriva hacia la autocracia de un socialismo que, en su inutilidad demostrada de gestionar con eficacia la cosa pública, ha asaltado, gota a gota o en oleada, como hoy, los poderes del Estado para someterlos e impedir que las instituciones que cumplen una función de contrapeso velen con legítima injerencia para que los políticos cumplan con el implícito precepto metaconstitucional que obliga a promulgar sólo leyes justas. Leyes que ayuden a la conservación y protección de la nación española y que respeten el espíritu de concordia con el que vencedores y vencidos de una guerra apasionada —no sus nietos y bisnietos iletrados— se dieron la mano hace 46 años.
Otra de las normas del equipo de La Gaceta es la honradez de espíritu, que si bien es cierto que no paga casoplones serranos, ayuda a conciliar el sueño. Por eso podemos reconocer que nos equivocamos al pensar que el método elegido por el socialismo para la destrucción de la Constitución española sería otro. Pensamos que sería una labor de zapa, lenta pero inexorable, hacia un Estado federal previo a una república como antesala de la fractura de España. Jamás creímos que la subversión del orden constitucional vendría de un golpe institucional dado en plena —y brutal— crisis económica y social en beneficio de los enemigos declarados de España. En absoluto beneficio de unos criminales convictos indultados que ayer, en una degradación absoluta del Estado de Derecho, quedaron amnistiados en diferido y con efectos permanentes.
Pero así es el presidente Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Tan capaz de plagiar una tesis como de ocultar una pandemia, desdecirse, contradecirse, mentir, indultar, derogar la sedición, rebajar la malversación y asaltar el Poder Judicial… y después acusar a las fuerzas constitucionalistas —qué escándalo, aquí se defienden— de dar un golpe de Estado por usar todas las armas legales para impedir o al menos demorar, los efectos devastadores del golpe institucional.
Por fortuna, y aunque el histórico fatalismo español dicte lo contrario, todavía hay esperanza. A nuestro alrededor, incluso más allá de lo que puedan hacer los partidos que defienden la nación, observamos señales que nos indican que buena parte de la sociedad civil, una gran parte de los jueves progresistas y también determinados periodistas que han vivido instalados en el consenso progre toda su vida, dan por amortizado a Pedro Sánchez (vean la entrevista de un valor incalculable que la cadena del televisión El Toro TV hizo ayer a Juan Luis Cebrián, fundador de El País y la persona más influyente en la izquierda durante más de 40 años, en la que Cebrián se espantó del desastre de un PSOE clientelar y acusó a Sánchez de dividir a la sociedad española).
La democracia española vive sus horas más bajas, pero también vive sus horas más altas, que son aquellas en las que la sociedad reacciona en defensa de un modelo de convivencia que sólo está cansado de tanto ceder, pero no agotado. Sánchez, su Gobierno y el partido que lo apoya en público pero que se resquebraja en privado, han ido demasiado lejos.
Ante este estado de enfado visible de la mayor parte de la sociedad española, los partidos nacionales deben redoblar sus esfuerzos y hacer todo lo que esté en sus manos, en el Tribunal Constitucional, en el Senado, en la calle, en los medios de comunicación, en la formación de la opinión pública y en todos los foros internacionales, para detener un golpe institucional que todavía no es irreversible y lograr que Pedro Sánchez pase a la Historia muy pronto, mañana mejor que pasado, como una entrada única en el misérrimo índice onomástico de célebres profanadores de tumbas. Y nada más.