Finalmente la FIFA ha inhabilitado esta semana a Luis Rubiales para ejercer cualquier actividad relacionada con el fútbol durante los próximos tres años. Su cabeza es reivindicada como trofeo por las «portavozas» de un feminismo crepuscular tan falto de victorias. Y es que, en los últimos años, lo que prometía ser la «revolución morada» de los 8M ha acabado siendo una estafa comparable al resto de «revoluciones de colores» del panorama mundial.
Primero, la cita anual perdió su carácter de huelga, dejando de ser “día de la mujer trabajadora” para quedarse simplemente en «de la mujer». En las últimas convocatorias ha perdido incluso lo de «mujer», pues el movimiento ha quedado dividido entre quienes piensan que las mujeres tienen vulva y entre quienes no piensan. El golpe de gracia se lo dio la ley «sólo sí es sí», que debía castigar más contundentemente los casos tipo «la manada», pero que finalmente ha servido para rebajar la condena de «la manada». Pedro Sánchez le dio la puntilla criticando a su propio Ministerio de Igualdad por sus errores, excesos e ideas «incomprendidas».
En esta situación, el feminismo necesitaba desesperadamente un salvavidas en pleno hundimiento, un balón de oxígeno en mitad del sofoco. Y creyó encontrarlo en el «caso Rubiales». Lo cierto es que el negro historial de este hombre y lo inadecuado de su actuación en el Mundial lo convirtieron en un buen objetivo. Una ideología para la cual los resultados están siempre escritos de antemano («el hombre es culpable por naturaleza» y «cualquier interacción entre hombre y mujer se da en un contexto cultural machista») ha de acertar en su diagnóstico de cuando en vez, tal y como un reloj averiado da bien la hora dos veces al día.
Rubiales como villano a batir es tanto más goloso cuanto que se trata de un alto cargo. Un ricachón, a diferencia del enemigo habitual del feminismo: el hombre común de barrio y clase trabajadora, el «manolo», el «juan-antonio». Pero el feminismo apenas ha llevado la cuestión por ahí, prefiriendo en todo momento un ataque de cuño marcadamente elitista. Se le señaló como un «gañán», un «pueblerino», un «paleto». Un paria venido a más que seguía delatando sus orígenes barrio-bajeros (y de paso, andaluces). Alguien «de clase baja» que no estaba a la altura simbólica del puesto al que había llegado. Se le criticó de forma esencialista, por su supuesta naturaleza según ciertas narrativas y no por sus actos según el contexto. El feminismo le atacó respecto a lo «primitivo» de tocarse los genitales, no respecto a lo «avanzado» de su posición económica. Cuando Rubiales anunció su dimisión chapurreando en inglés, la reacción fue burlarse de su nivel lingüístico, desde el clasismo más rampante.
El feminismo entendió que el beso de Rubiales fue la acción de un «agresor sexual» propia del patriarcado, cuando realmente había sido la acción de un «abusador de su poder» propia del capitalismo. Fue este último veredicto lo que tumbó al expresidente. Y quizás no cayó antes porque se insistió el plantear el conflicto desde la vulgata feminista. Todo el ruido que copó nuestros medios durante semanas (al respecto del «consentimiento», el «género» o la «cultura de la violación») sólo logró opacar un enfoque desde la desigualdad económica y la injusticia en el ámbito laboral.
Y es que el feminismo hegemónico nunca ha tenido ningún problema con el organigrama del mercado, más allá de exigir cuotas proporcionales para mujeres y hombres. Cuotas proporcionales en la cúspide, se entiende, no en la base de la pirámide. No es de extrañar entre estos grupos ideológicos la aclamación del «capitalismo con vulva» de una Ana Patricia Botín o el «imperialismo con vulva» de una Hillary Clinton.
Si alguien duda de la compatibilidad entre el feminismo y la despiadada estructura del sistema, que imagine el siguiente «escenario alternativo» a los fatídicos hechos del Mundial. ¿Qué hubiera pasado si Rubiales le hubiese dado el «pico» a la mismísima Reina de España, en lugar de a una simple jugadora? O, ¿y si el más precario limpiador del estadio se lo hubiese dado a la capitana del equipo más cotizado? Pues se hubiese producido exactamente la misma indignación entre las filas feministas, porque su foco no está en las desigualdades político-económicas sino en la «guerra de sexos».
De hecho, estos «escenarios alternativos» hubiesen resultado para el feminismo incluso más graves que el suceso original. Habría acompañado su alboroto sobre sexismo con un abierto elogio de la jerarquía. «¡Cómo un vulgar machuno se atreve a importunar a nuestras meritocráticas élites con vulva!»; «¿Hay mayor prueba de lo cavernícola y plebeyo que es el patriarcado, que hace pensar a un varón del estamento más inferior que tiene derecho a tocar —a mirar siquiera— a una «miembra» del poder?
En un mundo en que la desigualdad entre el pueblo llano y las altas esferas no deja de crecer, lo último que podemos permitirnos es conceder una «victoria» para la narrativa feminista, tan confusionista y oscurecedora de las categorías sociales en liza. Baste ver el diagnóstico que se hizo de la negativa inicial de Rubiales a dimitir. Se señaló que «aferrarse» al poder sin autocrítica y con chulería era algo propio del «machismo», la «testosterona», etc. Pero ¿no se acordaban de Cristina Cifuentes, que de la misma forma se aferró al cargo, e igualmente chulesca dijo aquello de “que no me voy, que me quedo”?
No, el afán de las oligarquías por mantener su poder no es nada «patriarcal», en todo caso es «patrimonial»: entienden las instituciones como su patrimonio personal. Y ese «patrimonialismo» es, por cierto, el mismo que exhiben las oligarquías con vulva, sea Irene Montero aferrándose al Ministerio de Igualdad y defendiendo su «sólo sí es sí», o Yolanda Díaz aferrándose al liderazgo de la izquierda del PSOE, marcando sus espacios de poder con una orina que no sabemos si tiene testosterona o qué otra hormona.
Una victoria final de Rubiales era indeseable en lo que podía tener de perjudicial para la imagen de España o para la integridad de su(s) subordinada(s) aquella acción de tomar la cara de alguien y estamparle un beso. Pero una victoria del feminismo es más que indeseable, en tanto que aferra con sus purulentas garras el fino rostro de la civilización, le abre la boca y vomita salvajemente en su interior, contaminándole para siempre todas las entrañas: la justicia, la política, la Historia, la ciencia y el mero sentido común.