Nada de lo que está ocurriendo se entiende sin Zapatero. Sus años en el Gobierno impulsaron la ruptura de los acuerdos de la Transición hacia una nueva fase caracterizada por la hiperlegitimación de uno de los bandos de la guerra civil: el de su abuelo. La ley de memoria histórica, interpretada por muchos como una obsesión personal del presidente, ha adquirido con el paso del tiempo su verdadero propósito, esto es, impulsar un cambio de régimen sin la monarquía.
No hace mucho decir esto era considerado un disparate mayúsculo que, como tantos otros, resulta ahora una gravísima amenaza advertida hasta por los más incrédulos. Meses antes de su llegada a La Moncloa en marzo de 2004, el entonces candidato socialista firmó un cordón sanitario contra la derecha en el pacto del Tinell. El primer acuerdo suscrito por Zapatero fue contra la media España que, entonces representada por el PP, quedaba excluida de cualquier posibilidad de pacto de gobierno. Y mientras se aislaba a unos se integraba a otros, en concreto, a quienes quedaran a la izquierda del PSOE o fueran separatistas.
De este modo, Zapatero supeditó la dirección y el bienestar del Estado a los intereses de la ERC de Carod Rovira, el PNV de Ibarretxe o la Batasuna de Otegui. Todos han pactado con los socialistas, desde ETA en el País Vasco (liberación de Juana Chaos) a estatutos de segunda generación como el catalán, del que Zapatero se atrevió a hacer un vaticinio en 2006: «Dentro de 10 años España será más fuerte y Cataluña estará mejor integrada en España».
Lo cierto es que nada de eso ocurrió, más bien al contrario. El separatismo catalán se echó al monte el 1 de octubre de 2017 y las dos Españas, enterradas en el baúl de la historia hasta 2004, han sido azuzadas por los nietos de una guerra que escribieron los perdedores. También parecía una locura que Otegui pueda ser lehendakari o que un golpista como Junqueras se convierta en presidente autonómico. Hoy, sin embargo, son posibilidades muy serias.
Que algo así sea viable es gracias a Sánchez, que ha llevado al límite el legado de Zapatero conformando un frente popular inédito desde la II República. Entonces, como ahora, el PSOE fue el gran responsable de conformar un bloque con la extrema izquierda y el separatismo. Entonces, como ahora, los socialistas caminaban hacia el precipicio.
Hacia 1933 la escuela de verano del PSOE celebrada en Torrelodones fue testigo del histórico cambio de rumbo. Allí desfilaron Besteiro, Prieto y Largo Caballero que, en ese orden, pronunciaron discursos de menor a mayor radicalidad. El primero tachó de «locura colectiva» la apuesta revolucionaria, mientras Indalecio Prieto, por momentos dubitativo, agitó a las masas sin decidirse abiertamente por la revolución. El tercero fue el más osado, reivindicó la dictadura del proletariado y advirtió de que «las circunstancias nos van conduciendo a una situación muy parecida a la que se encontraron los bolcheviques».
No fue casualidad que sólo el discurso de Largo Caballero fuera publicado en El Socialista, órgano oficial del partido. Los años que siguieron, con las derechas en el poder hasta febrero del 36, destaparon a un PSOE en abierta rebeldía y entregado a la revolución en octubre de 1934 y en la madrugada del 13 de julio del 36 cuando los escoltas de Prieto asesinaron a Calvo Sotelo.
Estos días contemplamos la imposibilidad de distinguir el lenguaje y el tono del PSOE y Podemos, que hablan de «soberanía popular», término que no aparece en la Constitución y emplean en detrimento de «soberanía nacional». También son indistinguibles la cadena SER de La Tuerka, con Ángeles Barceló asegurando que «el TC ha consumado su ataque a la democracia; los jueces conservadores se han colocado fuera de la ley». Peor es el propio Sánchez, que aunque acate la decisión amenaza con «tomar medidas» para forzar sus mayorías en ambas instituciones.
Claro que ante el PSOE más radical desde los años 30 sorprende la reacción de Feijóo, que asegura que mientras presida el PP, «Sánchez tendrá un aliado».
Desde luego, las instituciones no resisten si sus miembros no oponen resistencia, como es el caso de Meritxell Batet, que ha mantenido un extraño aura durante toda la legislatura, como de mujer de Estado, quizá porque en comparación con Gómez de Celis cualquiera parece Adenauer. Batet, aunque ya todo se olvida, votó a favor del «derecho a decidir» cuando era diputada autonómica del PSC en el Parlamento catalán.
No hay nada como una derrota, cuando ya no se tiene más que perder, para decir la verdad sin remilgos. Es lo que le ocurrió a Julián Besteiro, una rara avis en la vetusta historia del PSOE, al finalizar la guerra civil: «Estamos derrotados por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande. La reacción contra ese error de la Republica la representan, sean los que sean sus defectos, los nacionalistas que se han batido en la gran cruzada anti komintern».
Echamos un vistazo al PSOE y, aunque García-Page abre la boca junto a figuras históricas como Leguina o Redondo Terreros, no se atisba ningún Besteiro.