Ayudas para morir; menores de edad con acceso al aborto o al cambio de sexo; cambios de paradigma en el consentimiento de las relaciones sexuales; discriminación por asociación… Damos un repaso al cambio perpetrado en la sociedad española desde el Palacio de la Moncloa. Diría Guerra –y diría bien– que desde hace cuatro años a España no la conoce «ni la madre que la parió». Pero, en realidad, todo empezó mucho antes.
Aunque los más jóvenes no lo crean, hubo un tiempo en España en el que los padres se presuponían bienhechores de sus hijos; un tiempo en el que, por muy progre que se fuese, se daba trascendencia a aquello de acabar con la vida de un ser humano; hubo una España en la que los gobernantes comprendían la inviolabilidad de esa esfera privada sobre la que la mano del Estado no debía posarse… Hubo una España, en fin, sin leyes Aído ni Montero; sin eutanasias ni derechos al aborto; sin obsesiones discriminatorias y, aunque los más jóvenes no lo crean, una España en la que mujer y hombre, hombre y mujer, eran iguales ante la ley.
Una España cuya silueta comenzó a desdibujarse hace mucho, cuando las puertas de la Moncloa se abrieron para José Luis Rodríguez Zapatero. Una España que vio atónita cómo la esperada llegada de ‘la derecha’ no sólo no restituía el dibujo perdido, sino que calcaba a escala autonómica algunas de las invenciones del también llamado ‘ZP’. Una España que ha sufrido ahora, desde 2019, la mayor y peor embestida de ingeniería social: la de un Pedro Sánchez mecido en los sueños de la cuna podemita.
Sin cuidados paliativos, pero con eutanasia
Fue una de las primeras leyes de ingeniería social del Gobierno Sánchez. Aprobada en marzo de 2021, la Ley Orgánica 3/2021 de regulación de la eutanasia irrumpía en una España huérfana de los cuidados paliativos imprescindibles para acompañar a las personas enfermas que afrontan el final de su vida.
Mientras ignoraba la histórica reclamación de los médicos paliativistas (más formación y medios; más unidades para atender a quienes sufren una enfermedad incurable) y las peticiones de distintas asociaciones de bioética (garantizar la atención psicológica, social y espiritual de quien se enfrenta a la muerte), el Gobierno Sánchez-Iglesias centraba sus esfuerzos en procurar «muerte asistida» a cualquier mayor de edad con una enfermedad «grave e incurable con sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable». Sobra subrayar la inespecificidad y, por tanto, inseguridad de la norma y sus más que ensanchables márgenes.
Un año después de su entrada en vigor la ministra de Sanidad Carolina Darias se felicitaba de las «180 personas a las que hemos ayudado a morir de manera digna». Celebraban también un Sistema Nacional de Salud «más inclusivo y universal». Y todo, ante la atenta –e indignada– mirada de enfermos de, entre otras dolencias, esclerosis lateral amiotrófica. Incurables, sí, pero con ganas de vivir y sin ayudas públicas que les permitan afrontar los gastos derivados de su enfermedad. Es la España de la era Sánchez.
Aborto sí; reflexión no
Sin desviarnos de la cultura de la muerte, hablamos ahora de la penúltima de las leyes aprobadas por el Ejecutivo y diseñada en el Ministerio de Irene Montero. Una nueva ley del aborto que hace desaparecer los pequeños retoques que el Gobierno de Mariano Rajoy aplicó a la ley Aído y que va un paso más lejos todavía, eliminando el llamado periodo de reflexión.
Es obligado, para entender la importancia de esta ley, viajar atrás en el tiempo y recordar qué suponía en España hace no tanto quitar la vida a un no nacido. Hasta 2010 la legislación española consideraba el aborto provocado como un delito. Un delito, eso sí, despenalizado en supuestos concretos –violación, riesgo para la salud de la madre y graves taras físicas o psíquicas— que debían estar acreditados por médicos. Un delito despenalizado que acabó con la vida de una media de 100.000 inocentes al año.
La llegada de Rodríguez Zapatero a la Moncloa obró el primer cambio: La conocida como ley Aído (2010), sustituía esta concepción de delito por la del derecho a la salud reproductiva. Derogaba la redacción original del Código Penal y cambiaba los supuestos por plazos, dejando en manos de la mujer embarazada la capacidad de acabar con la vida de su hijo en las primeras doce semanas de embarazo. A partir de ahí, sería necesaria una causa justificada -riesgo para la salud o enfermedades del feto- para abortar. Y de esa nueva ley podrían hacer uso sin necesidad de contar con el consentimiento paterno las niñas de 16 y 17 años. Lo hacían, decían, para evitar que menores en situaciones de conflicto familiar necesitaran el visto bueno paterno. Los padres pasaban de protectores a enemigos de sus hijas. Y ellas… tatuajes no; aborto sí. Alcohol no; aborto sí. Carnet de conducir no; aborto sí.
La llegada del Gobierno de Mariano Rajoy supuso, como ya se ha dicho, un pequeñísimo retoque a esa ley Aído que, contra las promesas del Partido Popular, permaneció vigente en las dos legislaturas de los populares (mayoría absoluta incluida). Se cambió sólo la cuestión de las menores, que debían recabar el consentimiento de sus progenitores para someterse a un aborto. Un fino retoque que ha visto su fin ahora con la aprobación de la nueva Ley de Salud Sexual y Reproductiva: adiós a la necesidad de consentimiento paterno para las menores de edad y adiós también a los días de reflexión, un requisito reflejado en la ley Aído que establecía como obligatorios tres días de ponderación antes de someterse a un aborto, y que requería que la mujer fuera informada de las ayudas existentes como alternativa.
Ahora el camino para un aborto inmediato está despejado: sin información; sin alternativas; sin dilación. Muerte rápida e irreflexiva. Pero, eso sí, cursos de capacitación para tener perro y centros de atención veterinaria para animales perdidos o abandonados 24 horas todos los días de la semana, por obra y gracia de la Ley de Bienestar Animal que se tramita ahora en el Congreso. Es la España de la ‘era Sánchez’.
Cambio de sexo a granel
Y, volviendo a eso de tatuajes no, aborto sí, la nueva España Sánchez contempla que los menores de edad puedan cambiar su sexo registral sin necesidad de consentimiento paterno. Es sólo una de las aportaciones de la recién aprobada Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI (conocida como Ley Trans) que, por cierto, eleva a norma nacional lo que muchos gobiernos autonómicos del Partido Popular pusieron en marcha en sus Comunidades Autónomas (Madrid, Galicia, Murcia…) imbuidos del espíritu progresista de la era Zapatero y de la legislación llamada de género. Pero esa es harina de otro costal.
Volvamos a la ley de Sánchez que tiene, como gran novedad (y algunos dirán que avance), convertir el sexo biológico –el hombre o mujer de toda la vida– en mera cuestión de voluntad. Así, cualquiera a partir de los 16 años puede hoy ir al registro y señalar que en lugar de María es Mario. Hombre en lugar de mujer. Sin más requisitos que la comparecencia inicial en el registro y una posterior tres meses después. En cuatro meses, María es Mario sin necesidad alguna de informes médicos ni jurídicos.
Un cambio registral que, por supuesto, tiene su traslación a la vida real: competiciones deportivas; subvenciones; acceso a espacios separados por sexos (cuartos de baño, vestuarios…). Un cambio que depende, como hemos dicho, de la mera voluntad personal. Una sublimación de la percepción y el deseo individuales que no aplica, sin embargo, cuando se trata de «métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento». Porque en estos casos la ley establece que esos programas, «en cualquier forma destinados a modificar la orientación o identidad sexual o la expresión de género» quedan prohibidos –atención– «incluso si cuentan con el consentimiento de la persona interesada».
Libertad… hasta donde el Gobierno diga. Es la España de la era Sánchez.
Discriminación universal
La misma era Sánchez que ha acuñado distintos términos para legislar y castigar sobre lo que hasta ahora cabía en una frase y en el sentido común: igualdad de todos ante la ley. Desde la entrada en vigor de la conocida como Ley Zerolo (Ley de Igualdad de Trato y no Discriminación, de julio de 2022), España regula la «discriminación de cualquier tipo».
Lejos de referirnos al 14 de la Constitución y su sencillo «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», nos enfrentamos ahora a la discriminación por cualquier cosa.
Porque ese derecho a no ser discriminado acaba encontrando discriminaciones en todos ldos. Por «identidad sexual; expresión de género; enfermedad o condición de salud; estado serológico y/o predisposición genética; situación socioeconómica…».
Hay discriminación por asociación -cuando uno es discriminado «por su relación» con otra persona discriminada-, y por error –«cuando se le discrimina por apreciación incorrecta de las características de la persona»–; discriminación múltiple –por más de dos discriminaciones–, e incluso interseccional –oncurren o interactúan diversas discriminaciones–.
Se es culpable de «vulnerar el derecho a no ser discriminado» cuando se «deniegan los ajustes razonables o las medidas de acción positiva oportunas para evitar una discriminación» y, si hablamos de un empleador, éste será responsable del daño causado en una persona discriminada en su entorno de trabajo.
Pero, ¿evitar qué? ¿Cuál es la discriminación? Toda. La múltiple; la de asociación; la por error; la de expresión de género; la de enfermedad; la de estado serológico…. En fin, si el lector tiene cierta sensación de confusión y zozobra… imagine la del empleador.
Y todo en nombre de la necesaria protección de los derechos fundamentales ya recogidos en la Constitución Española.
Mi ideología de género; mis normas. Es la España de la era Sánchez.
Sí es sí… que sales de chirona
Sobrelegislación contra la discriminación e infralegislación contra la violencia sexual. Bien podría ser el resumen de comparar esa Ley Zerolo con la conocida como de «sólo sí es sí», de nombre oficial Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual, en vigor desde el 7 de octubre.
Una ley que en semanas pasó de ser el gran éxito al gran fiasco en los cuarteles de Igualdad. La ley que nacía para contentar «el grito unánime con que el movimiento feminista demandaba más respuesta contra la violencia sexual» (prensa dixit) acabó siendo el mejor aliado de pederastas, abusadores sexuales, violadores y toda suerte de morralla que poblaba las cárceles españolas. Hasta la fecha, 91 agresores sexuales se han visto beneficiados de los nuevos tipos penales que contempla el texto de Montero –que equipara los delitos de abuso y agresión sexual–.
Y, siento esto malo, no es lo más llamativo de esta nueva y celebrada norma. Porque interpretaciones legales aparte, lo que es claro es que esta ley modifica la forma de relacionarse en pareja (la forma legal y sensata de relacionarse en pareja, cabría apostillar), al cambiar el paradigma del consentimiento.
Del claro y rotundo «no es no» al «sólo sí es sí» media mucho más que un cambio de sílabas. Porque, para no ser considerada agresión, toda relación sexual debe ir «precedida de un consentimiento que exprese de manera clara la voluntad de la persona». No es este el espacio para imaginar ni para explicar, pero seguro que le ven las lagunas a este plan.
Con «sólo sí es sí» en vigor, la desigualdad jurídica que acechaba al hombre desde la aprobación de la llamada Ley Integral contra la Violencia de Género de la era Zapatero aumenta quedando, si no lo estaba ya, en manos de la mera declaración de su pareja.
Pero hay más. Una ley que, abundando en esa ideología de género que permea todas las políticas, introduce conceptos nuevos de violencia –la económica y la vicaria– en el supraconcepto de violencia de género. Así, «las madres de menores asesinados en crímenes vicarios serán al fin reconocidas como víctimas directas y tendrán garantizado el acceso a las ayudas estatales a víctimas de delitos violentos». La pregunta es, ¿recibirá la misma protección el padre de las niñas (9 y 11 años) asesinadas por su madre el pasado 15 de diciembre? ¿Es este destrozado padre víctima de violencia vicaria? ¿Es víctima de género? Tendrá que responder la ministra de Igualdad, que está ahora ocupada, junto con su colega de bancada Ione Belarra en la última de las perlas de la era Sánchez: la ley de las familias.
Compañeros de piso, entrañables familiares
Una ley que, si bien no ha llegado todavía al Congreso sí ha recibido ya la luz verde del Consejo de Ministros y que, a grandes rasgos y a la espera de la versión definitiva, reconoce tantos tipos de familias como meses hay en el año. Imposible no recordar a la secretaria de Estado de Igualdad, la señora Rodríguez, defendiendo en la Cámara Baja que los compañeros de piso deberían, también, ser reconocidos como unidad familiar. (Y las baldas de la nevera, primas lejanas, claro).
Tenemos la biparental, la monoparental, la monomarental, la homomarental y la homoparental, la joven, la múltiple, la reconstituida… ¿Y la numerosa? Esta última desaparece –como término, claro– para integrarse en un nuevo tipo: el de las familias con mayores necesidades de apoyo a la crianza. Tenemos también la transnacional, la intercultural, la retornada y la que está en situación de vulnerabilidad. Y, secretaria de Estado mediante, la de piso, claro.
Y tenemos, sobre todo, una última muestra de las intenciones totalitarias de un Gobierno. Si en enero de 2020 dijo que «no se puede pensar de ninguna manera que los hijos pertenezcan a los padres» (ministra Celaá), parece pensar ahora que, dado no son de los padres, son de la ministra Belarra. Y es que, con esta ley en vigor, ningún progenitor podrá «limitar o impedir el acceso de niños, niñas y adolescentes a la información y su participación en actividades de sensibilización y difusión de la diversidad familiar que se desarrollen en el marco educativo, a fin de evitar una restricción de sus derechos a la educación libre y al libre desarrollo de su personalidad».
O, lo que es lo mismo, con esta ley en vigor el derecho fundamental de los padres a elegir la educación moral de sus hijos queda convertido en papel mojado bajo la maquinaria adoctrinadora de la Belarra de turno. Mis ministerios, mis normas. Es la España de la era Sánchez.
La única pregunta que cabe hacerse es si, finalizada la era Sánchez, la España que quede será capaz de volver, algún día, a esa sociedad que no pensaba en asistir la muerte sino en mejorar la vida. Que no veía a los padres como potenciales enemigos de sus hijos y que estaba más preocupada en trabajar que en denunciar a todo hijo de vecino por discriminador.