Cuando, hace dos años, Imran Khan se convirtió en primer ministro de Pakistán enseguida suscitó muchas expectativas. La esperanza era que el excapitán del equipo nacional de cricket, en razón de sus amistades históricas con los jugadores indios, inaugurara una época de paz y diálogo con el país vecino, dando a su gobierno una impronta moderada y tolerante.
Al contrario, Imran Kahn ha llevado al paroxismo la retórica anti-india y ha provocado de todas las maneras posibles a Nueva Delhi sobre la cuestión de la región de Cachemira, iniciando una campaña mediática durísima, comparando a la codiciada región con Palestina e intentando implicar en la cuestión a todos los países árabes e islámicos.
Perseverando en esta dirección, el 5 de agosto pasado, con ocasión del primer aniversario de la derogación del artículo 370 de la Constitución india —que ha permitido al gobierno de Modi reorganizar el Estado de Jammu y Cachemira—, el ministro de Asuntos Exteriores de Pakistán hizo un llamamiento a Arabia Saudita, en calidad de paladín del islam, para que llevase el dossier Cachemira a una reunión especial de la Organización de los Países Islámicos (OIC sus siglas en inglés). El príncipe Mohamed bin Salman rechazó la petición puesto que los saudíes han puesto en marcha en la India toda una serie de inversiones importantes.
Esta negativa irritó en especial a Khan, pero la inteligencia militar pakistaní, consciente del papel central saudí, intentó inmediatamente recuperar las relaciones, organizando la visita a Riad del jefe de las Fuerza Armadas, Jawed Bajwa, y del jefe de los servicios secretos (ISI), el general Gaiz Hamid. Esta iniciativa no obtuvo los resultados esperados y concluyó como había empezado, sin conseguir nada, hasta el punto que a ambos se les negó una reunión con el príncipe. Un resultado que está suscitando preocupación en los círculos militares de Islamabad.
Khan, por su parte, no parece compartir el desconcierto de los altos grados del ejército y del servicio de inteligencia y da la impresión de que busca la confrontación. Su comportamiento desde que está a la cabeza del gobierno lo sitúa plenamente en el camino emprendido por los anteriores líderes pakistaníes, que siempre han soñado para su país, no solo un papel central en el ámbito del mundo musulmán, sino también a nivel mundial. Basándose en un planteamiento similar, en 1979 Pakistán empezó a adiestrar a los muyahidines que utilizó en Afganistán, bajo la dirección de Estados Unidos y Arabia Saudí, con el objetivo de asumir un papel clave en la Guerra Fría. Aún hoy, la mayor parte de los grupos terroristas de matriz islámica, desde los talibanes al Isis, pasando por Al Qaeda, hunden sus raíces en esa época y se inspiran en ese proyecto.
Según Khan, el escenario internacional actual ofrece grandes oportunidades para Pakistán. El programado retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán podría permitir a Islamabad volver a tener en este país el papel de gran titiritero. Además, la finalización del China-Pakistan Economic Corridor y la autopista Gilgit Baltistan pueden convertir a Pakistán en encrucijada de la Belt and Road, una plataforma logística de conexión terrestre entre China e Irán, Turquía y Oriente Medio.
De hecho, los recientes enfrentamientos entre India y China en Ladakh han acercado más que nunca a Pekín e Islamabad, hasta el punto de abrir un frente común contra Nueva Delhi en Cachemira: hay pruebas de contactos entre grupos militares chinos y grupos terroristas filopakistaníes activos en la región.
Sin embargo, la estrategia geopolítica de Khan no se limita a reforzar los vínculos de alianza con China. En Occidente, Khan ha reconocido en el presidente turco Erdogan a su punto de referencia. El silencio de Riad sobre la cuestión de Cachemira, el acuerdo de paz entre Israel y los Emiratos Árabes, las inversiones que los países del Golfo han puesto en marcha en la India, han contribuido a acercar a los dos líderes, también en razón de la ambición de Ankara de disputar a los saudíes el liderazgo del mundo suní. Por otra parte, la reislamización de Hagia Sofía, la nueva telenovela histórica Ertugrul que cuenta la vida de Osmán, fundador de la dinastía otomana y muchas otras iniciativas propagandísticas demuestran que, para Erdogan, el mundo ha vuelto a la época de las cruzadas.
Sin embargo, el neosultán es persuasivo y sabe cambiar de registro según las circunstancias y, a pesar de que su expansionismo tiene lugar a costa de Italia, es muy cortés con Roma: ha sido gracias a Turquía si la embajada italiana en Trípoli ha sido asegurada, por no hablar de la ayuda prestada a la liberación de la cooperante Silvia Romano.
Pero la ambigüedad de Erdogan es evidente, sobre todo, en la cuestión migratoria: según el momento, es freno de la ruta balcánica y también juega un papel fundamental en la regularización de los flujos procedentes de Libia, no solo gracias a su relación con Sarraj, sino especialmente a través de las milicias vinculadas a Ankara. Y para quienes quisieran dar crédito a las voces que circulan en las pistas del desierto del Sahara, él estaría detrás del reciente golpe de estado en Malí: de hecho, en el pasado algunas empresas turcas fueron acusadas de armar a grupos extremistas en Malí, Níger y Nigeria y de lucrarse con el tráfico de migrantes, y no solo. Malí es un país rico en oro y uranio. Ese oro y ese uranio que tanto necesita el otro aliado-competidor del sultán, Irán.
Pero ¿qué tiene que ver Turquía con la rivalidad entre la India y Pakistán? Según el Hindustan Times, un importante periódico indio, tiene que ver y mucho. El 7 de agosto pasado, citando fuentes de la inteligencia india, acusó a los turcos de adiestrar y apoyar a grupos terroristas activos en el país. En concreto, según los servicios secretos de Nueva Delhi, Ankara, en colaboración con Islamabad, estaría financiando la expatriación y el adiestramiento de jóvenes extremistas indios para utilizarlos en acciones terroristas, a través de ONG islamistas indo-turcas patrocinadas por la familia Erdogan.
En un escenario como este las circunstancias hacen posible las ambiciones de Imran Khan, el cual considera que las buenas relaciones con los saudíes —comprometidos en invertir en el desarrollo de las infraestructuras indias— son escasamente funcionales a sus planes. La «extraña alianza» que, partiendo de China, implica a países tanto suníes como chiíes, realiza una Vía (de la Seda) que puede llegar a las puertas de Europa.
Recientemente, el espesor estratégico de la inédita alianza China-Pakistán-Irán-Turquía-Qatar ha sido puesto de relieve por los medios de comunicación pakistaníes, que han hecho énfasis en su alcance, también bajo el perfil logístico-militar, en relación con las vías de la seda terrestres: tropas y armas podrían llegar desde el Yan Tze a las costas del Egeo.
El acuerdo entre Israel y los Emiratos Árabes ha facilitado que Khan se desenganche de los países del Golfo Pérsico que, por otro lado, durante el verano tomaron la decisión de invertir miles de millones en las telecomunicaciones, las refinerías y las infraestructuras indias, dando lugar a un bloque alternativo al anterior y que estaría formado por EE.UU., la India, Israel, Emiratos Árabes y, aunque sin mucho énfasis, Arabia Saudita.
Tal vez estamos al inicio de un nuevo «Gran Juego», similar al que enfrentó a Gran Bretaña y Rusia a finales del siglo XIX: el deseado premio de los contendientes sigue siendo Asia del Sur. En esa época la cosa acabó mal, pero la hipótesis de que Pakistán se convierta en la reina del tablero de ajedrez enardece a Imran Khan que, sin embargo, corre el riesgo de pagar un precio demasiado alto, en beneficio de Erdogan y Xi Jinping.
Publicado por Vas Shenoy y Alessandro Sansoni en l’Occidentale.
Traducido por Verbum Caro para La Gaceta.