«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Y mi palabra es la ley

En su distrito la codicia, la envidia y la ambición habían dejado de formar parte de la naturaleza humana.

Cierto viajero que cruzaba una áspera región del África Oriental se detuvo en una gasolinera para cargar combustible y procurarse algo de agua. En medio del trajín de la estación se le ocurrió perder de vista la furgoneta un par de minutos. Suficiente.

Angustiado al verse sin pasaporte – tenerlo no sirve para nada, perderlo se convierte en la peor pesadilla – fue a denunciar la pérdida pensando en que de nada había de servir, pero que quién sabe.

Si le hubieran dicho que la comisaría, sin ventanas, sin pintar y sin orden ni concierto aparentes, había servido de blanco en unas maniobras de la OTAN, lo hubiera creído. El sargento, sonriente, le invitó a pasar. En ese inglés básico de infinitivos, más de la pradera norteamericana que del reino del espino keniano, enfrió su sonrisa al oírle denunciar el robo del equipaje.

– ¿Robado? Imposible. No, no, no…mi distrito es el más seguro de todo el país. En mi distrito no hay robos.

Algo le dijo que era mejor no seguir por ese camino. En su distrito no había robos. No se hable más. Ni uno. En su distrito, aquel humilde sargento, que exhibía ante las visitas su colorista colección de bolígrafos con orgullo de propietario, había conseguido lo que las religiones en sus más piadosas ensoñaciones jamás creyeron posible en este, nuestro pecaminoso mundo. Si Dios hubiera poblado el planeta con sargentos como aquel, los mandamientos habrían quedado en nueve, suprimido el séptimo. En su distrito la codicia, la envidia y la ambición habían dejado de formar parte de la naturaleza humana.

Recordé este relato cuando la otra noche se cruzó en mi camino cierto programa televisivo en el que una circunspecta señora – supongo – aseveraba con toda solemnidad: “La mujer no miente cuando dice que está siendo agredida”.

Como el sargento africano, esta mujer podía aseverar que la naturaleza había mutado en su distrito. Tampoco en este caso sabemos la razón, pero el milagro se produce igualmente. Y mira que las denuncias son provechosas, por ejemplo, en procesos de divorcio. Pero nada, oye. Ni una sola denuncia falsa. Al diablo con su funcionalidad. Por más que sirvan en la porfía por la custodia de los hijos; o por motivos económicos, o por simple y humano despecho, o por cualquier otra variante de la venganza, vaya.

La mujer no miente cuando dice que está siendo agredida”, insistió, con cara de subvención. Donde el verbo principal no es agredir, sino decir. Lo que conviene dejar claro es que la mujer “dice”. El rey de la ranchera lo era – sin trono ni reina – porque su palabra era ley, unción empoderadora hoy al alcance de cualquiera. Que sea mujer y que “diga”.

Y por eso se han ido al carajo la presunción de inocencia y, hace ya no sé cuánto, la igualdad ante la ley. ¿Por qué no suprimir la presunción de inocencia masculina? Después de todo, el hombre es culpable. De serlo. De sus cromosomas XY. Las feministas abortan fetos masculinos, y no faltan quienes piden que se encarcele a todos los hombres, sin más, lo que está dejando de ser la chifladura de tres piradillas con pelos en el bigote y gafas de culo vaso: en crónica de tribunales expeler una ventosidad es violencia de género, y un “vete a la mierda” seis meses de cárcel. No hará falta señalar el sexo de los acusados.   

La Junta de Andalucía edita un vídeo en el que una mujer es acosada por todos los hombres con los que se cruza por la calle. El varón, como el kulak deshumanizado por la propaganda soviética antes de ser eliminado por millones, es grotescamente animalizado: uno es un búho, otro es un buitre, el de más allá un pulpo, un cuarto, gallo, otro un gorrión, y cómo no, aún nos queda el cerdo.

Así que la mujer, cuando denuncia por “violencia de género”, nunca miente.

El hombre si, claro, y debe ser que prevalecen los varones en el Consejo General del Poder Judicial – vaya, pues no, son diez de cada; las cuotas las carga el diablo – dado que el CGPJ asegura haber inventariado el archivo de más de un millón de denuncias por violencia de género en apenas una docenita de años.

Más de un millón de denuncias archivadas entre 2004 y 2015, un pico que a la supuesta señora de la otra noche le parece irrelevante. Más de un millón… ¿y ninguna era falsa? ¿No hay una sola mujer mentirosa tampoco entre ese milloncejo?

En el distrito de la susodicha señora, no.

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