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HA AMPLIADO EL RODILLO IDEOLÓGICO DEL ZAPATERISMO

Radiografía de la era Sánchez: degradación institucional, tiranía y sumisión a la Agenda 2030

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Europa Press

Antes de convertirse en presidente Pedro Sánchez demostró, con un intento de pucherazo en Ferraz para conservar la secretaría general del PSOE, que es capaz de todo por el poder. Su falta de escrúpulos y un carácter imprevisible, como advertimos en esta última y sorpresiva convocatoria electoral, no es, sin embargo, lo peor de su legado. Más allá de formas despóticas y del escaso respeto institucional que siente hacia todas las capas del Estado, Sánchez deja un lastre mucho mayor sobre los hombros de los españoles: la ampliación del rodillo ideológico del zapaterismo

Aunque —y aquí reside la gran paradoja— carece de ideología propia, Pedro Sánchez ha impulsado una batería legislativa radical con efectos nocivos para el conjunto de la nación y, especialmente, los sectores más vulnerables como los no nacidos (aborto), los menores (ley trans), las mujeres (sólo sí es sí) y ancianos (eutanasia). En realidad, todas estas leyes no son sino la actualización de la agenda que Zapatero impuso en España desde 2004: memoria histórica, ideología de género, recuperación del Frente Popular, cordones sanitarios, negociación con ETA y las peores alianzas internacionales. 

En todos esos campos Pedro Sánchez ha avanzado hasta límites que hace un par de décadas hubieran resultado imposibles. Las aberraciones de ayer son el pan nuestro de cada día, como la ley que permite la autodeterminación de género y la hormonación de niños de 16 años sin consentimiento paterno. Jamás se habría llegado hasta aquí si antes Zapatero no hubiera impuesto la agenda LGTBI.

De igual modo, si hoy no escandaliza que se pueda multar con hasta 150.000 euros a historiadores, profesores o periodistas por ejercer la libertad de expresión o la de cátedra es porque el anterior presidente socialista consagró por ley —la de memoria histórica— que uno de los dos bandos de la Guerra Civil era ilegítimo. Así, la versión 2.0 de la norma impone sanciones a quienes cometan «actos de exaltación de la contienda o del régimen que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de los represaliados». 

Precisamente al calor de esta ley se han cocinado todos los ataques a la corona, pues en su exposición de motivos deslegitima el régimen anterior y, por ende, a la propia monarquía salida de ella. Las ofensas y desplantes al rey durante la última legislatura han sido constantes. Sánchez planteó la revisión de la inviolabilidad del rey recogida en la Constitución e integró en su Gobierno —tras prometer que nunca lo haría— a Pablo Iglesias, que nunca ha disimulado su intención de convocar un referéndum entre monarquía o república y cuyo partido, Podemos, considera esta institución «corrupta, obsoleta y anacrónica». El líder de Bildu, socio preferente, directamente cree que el rey es «el jefe de los torturadores».

Otros ataques han resultado de una obscenidad sonrojante incluso para alguien como Sánchez, que no tuvo reparos en caminar unos metros por delante de Felipe VI durante la inauguración del AVE en la estación de Murcia o llegar un minuto más tarde que el monarca al desfile del 12 de octubre. En ambos casos no se disculpó.

Claro que si la monarquía española es un estorbo no sucede así con la marroquí, a la que Sánchez rinde pleitesía y perdona cualquier afrenta a España, desde considerar a Ceuta y Melilla ciudades ocupadas a la colocación de una bandera española con el escudo al revés en una recepción oficial. 

En 2021, el Gobierno español había acogido al líder del Frente Polisario, Brahim Gali, con la esperanza de que no trascendiera. En vano, Mohamed VI respondió enviando a miles de jóvenes marroquíes a violar la frontera de la ciudad de Ceuta. Quizá por eso Sánchez imploró perdón rompiendo la política exterior española sobre el Sáhara valorando la propuesta de autonomía marroquí como la base «más seria, realista y creíble» en detrimento de Argelia. Dos años después, este giro radical sigue siendo una incógnita, pues el presidente español aún no ha explicado si su Gobierno le debe algo a Marruecos.

Por supuesto, Sánchez niega la mayor, y si es necesario diría una cosa y la contraria, como cuando prometió eliminar el Ministerio de Defensa en 2014 porque Podemos crecía imparable y ocho años después, con ellos en el Consejo de Ministros, aseguró que aumentaría el gasto en Defensa al 2% del PIB durante la cumbre de la OTAN en Madrid. Lo importante, en cualquier caso, es agradar a quienes reparten dádivas fuera de nuestras fronteras, ya sea Marruecos, la ONU, Bruselas o el Foro de Davos. 

No es casualidad, por tanto, que Sánchez sea uno de los mayores embajadores de la Agenda 2030. Las restricciones al vehículo, los ataques a la ganadería y la agricultura (con la reciente injerencia de diputados alemanes contra la fresa de Huelva), la voladura de embalses y centrales térmicas, el cierre de nucleares o el efecto llamada a la inmigración ilegal demuestran que sus políticas siguen a pies juntillas los objetivos difundidos por la ONU.    

Y mientras del exterior sólo recibe órdenes, Sánchez se comporta como un auténtico tirano con su propio pueblo. Antes de asaltar el Constitucional con Conde-Pumpido —y gracias al PP—, el tribunal declaró ilegales los dos estados de alarma que encerraron a los españoles en casa, así como el cierre del Congreso. Abusos, como la toma del CIS, el INE, el Tribunal de Cuentas, Indra, el CGPJ, Correos…

Es probable que estemos ante el ocaso de Pedro Sánchez que, fiel a su estilo, decide morir matando. Tras anunciar el adelanto electoral con la mitad de España en la playa, su Gobierno ha inyectado 440 millones de euros en publicidad institucional, la mayor cantidad nunca desembolsada en los medios de comunicación, cuatro veces más de lo gastado que en la epidemia de 2020. De modo que si el 23 de julio pierde las elecciones ya no lo salvaría ni su propia propaganda.

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