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la coartada para restringir derechos y someter a pueblos enteros

Tres años del estado de alarma: control de la población, complicidad mediática y obediencia norcoreana

Dos mujeres pasean al lado de un escaparate de una tienda durante el día 13 del estado de alarma decretado en el país a consecuencia del coronavirus, en Lugo (Galicia), a 27 de marzo de 2020. Carlos Castro / Europa Press

El covid ayudó a legitimar instrumentos de control sobre la población. La frase no la dijo ningún conspiranoico en Twitter, sino George Soros, que reconoce algo que ignoramos al principio, sospechamos después y ahora no tenemos duda: la declaración de pandemia global fue la coartada para restringir derechos y someter a pueblos enteros.

Se han cumplido tres años del ilegal estado de alarma declarado por el Gobierno de Pedro Sánchez, que encerró a los españoles vulnerando derechos como el de libre circulación con un estado de excepción encubierto. España sufrió el confinamiento más duro de Europa y, sin embargo, su población mostró una docilidad norcoreana. Apenas unas tímidas caceroladas a finales de la primavera de 2020 y una manifestación en vehículos fue toda la indignación mostrada por el pueblo español.

Las medidas arbitrarias, además del encierro, se sucedieron desde el principio, como la obligatoriedad de usar mascarilla al aire libre, la prohibición de celebrar velatorios o limitar a tres personas los asistentes a un entierro. Mientras, los periodistas que aplaudían estas medidas debatían alegremente sin mascarilla alrededor de una mesa.

En esta crisis político-sanitaria los medios comprendieron enseguida (eso sí, a muy buen precio, «salimos más fuertes») su papel de anestesista al servicio del poder. Así, cuando la realidad se recrudecía ellos administraban soma a doquier sacando a los españoles a aplaudir a las ocho de la tarde mientras morían 1.000 personas cada día.

Los voceros oficiales del régimen quedaron retratados cuando pasaron de animar a acudir a la huelga feminista del 8 de marzo o reírse del coronavirus («Las mascarillas son para los sanitarios o para los que ya están enfermos, ¡cuidado con las mentiras!», dijo Ferreras días antes de que Sánchez declarase el estado de alarma) a defender los encierros. Esa caída del caballo jamás la explicaron porque el poder se ejerce, sobre todo, para que el de abajo sepa quién manda.

La desfachatez alcanzó cotas inimaginables con giros de guión más propios del cine. En 48 horas los medios mutaron cual covid chino del «aquí no pasa nada» a defender la prohibición de trabajar a millones de españoles. A partir de ese momento las televisiones aterrorizaron a la población con rótulos apocalípticos e informaciones más propias de la propaganda de guerra, instando a delatar al vecino que salía al parque sin mascarilla como si fueran japoneses en EEUU después de Pearl Harbour.

Luego vendrían disparates como el toque de queda, el pasaporte covid y los cierres perimetrales por barrios, antecedente clarísimo de las ‘ciudades de 15 minutos’ que ahora proponen desde Errejón al PP andaluz usando el viejo envoltorio de la sostenibilidad. La realidad, como se aprecia con Madrid Central, es que se trata de encarcelar a la gente en sus distritos prohibiendo la circulación en coche. Es el nuevo modelo de ciudad globalista.

Esta atmósfera asfixiante causada en el plano físico (encierro) y el anímico (control mediático) generó las condiciones idóneas para que los mayores disparates fueran aceptados sin rechistar. Salimos a dar una vuelta a la manzana a la hora que dictaba el cacique de turno, caminamos por la calle con mascarilla y entramos al restaurante con ella aunque luego estuviéramos tres o cuatro horas sentados a un metro de la mesa de al lado.

Más tarde llegaron las vacunas y la campaña contra el no vacunado, materializada con el pasaporte covid, que impidió la entrada de millones de personas en el bar de su barrio o en el país de al lado: cuando el globalismo se pone serio las fronteras son infranqueables. ¿A cuántas personas conocemos que se vacunaron sólo por presión social o para viajar al extranjero?

Fuera de España el modelo de control absoluto lo lideraron Trudeau y Macron, musas del centrismo liberal. El presidente canadiense impuso las medidas más tiránicas de occidente aplastando a los camioneros que protestaron en Ottawa contra la vacunación obligatoria amenazándoles con la congelación de sus cuentas bancarias. Por su parte, el francés enviaba a la Policía a patrullar las terrazas para exigir a los clientes el certificado covid.

Este sometimiento -siempre por nuestra salud- nunca ha sido tan fácil de lograr como ahora. El poder, a excepción de las primeras semanas en España donde los helicópteros perseguían a bañistas en la playa, apenas ha necesitado imponerse con la virulencia, por ejemplo, del chino. Cualquiera lo diría, pero someter a la población en la época que muchos consideran paradigma del progreso, libertades, democracia, acceso al conocimiento y espíritu crítico, ha sido un juego de niños. La gente, para regocijo del poder, ha respondido con la sumisión propia del que pide a gritos una dictadura.

Quien sufrió las iras del rebaño más enfurecido fue Novak Djokovic, al que muchos pidieron encerrar en un campo de concentración cuando se presentó en el Open de Australia sin vacunar. El tenista fue recluido en un hotel hasta que el Tribunal Federal de Melbourne lo deportó imputándole un futurible: su presencia en el país podría provocar disturbios civiles y reforzar al movimiento antivacunas. Eso fue en enero de 2022, pero un año después el mismo Djokovic -sin vacunar- disputó y ganó el torneo. Pura lógica covidiana.

Quizá este cambio tan abrupto tenga algo que ver con la confesión de la CEO de Pfizer, Janine Small, que admitió el 10 de octubre de 2022 lo que muchos cautos (estigmatizados como locos e insolidarios) sospechaban: la vacuna contra el covid se administró ignorando si serviría para detener la transmisión del virus.

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