El mundo está rechazando la ideología woke, pero no hay que apurarse a celebrar el fin de su apogeo. En los pocos años de reinado del wokismo, sus tentáculos alcanzaron muchas y muy profundas estructuras. Si no se combaten de raíz esas estructuras, toda batalla habrá sido en vano. Si alguien creyó que se habían terminado las guerras culturales, es hora de que conozca la próxima cruzada.
Uno de los pilares del wokismo, además del delirio conocido como «Perspectiva de Género», es la «Teoría Crítica de la Raza» (CRT por sus siglas en inglés), basada en la idea de que el mundo occidental es sistemática y estructuralmente racista y necesita una reforma deconstructiva, sumada a una reescritura de la historia. La Teoría Crítica de la Raza es un marco ideológico que rechaza la idea de neutralidad legal y promueve «decolonizar» las estructuras de poder desde la perspectiva de las minorías racializadas. También rechaza la igualdad ante la ley y la meritocracia, fomenta el resentimiento racial, la culpa colectiva y la discriminación inversa (marketineramente llamada «positiva»).
Esta teoría se expandió por todo el mundo durante décadas, influyendo en narrativas políticas y de activismo urbano, promoviendo el integrismo identitario. Es contemporánea y calca su argumento de los movimientos feministas de tercera ola, que sostienen que la igualdad jurídica no alcanza para nivelar el terreno y sanar pretéritas ofensas; y procura torcer la política social en favor de «los oprimidos» con medidas de acción «restaurativa». Esta argumentación prendió fuerte en los campus universitarios estadounidenses en la segunda mitad del siglo pasado, donde comenzaron a enseñar que la colonización no era algo ocurrido en el pasado, sino un fenómeno que continuaba dentro de los Estados, en las relaciones sociales, en las instituciones, y en los estudios y enseñanza de la historia. Las (hoy caídas en desgracia) políticas DEI —de diversidad, equidad e inclusión— son el producto de esta teoría, y es necesario recordar que, hasta hace muy poco, fueron hegemónicas.
Para clavar una puñalada en el corazón de la Teoría Crítica de la Raza, Trump se propuso quitar los museos del control woke, empezando por el Instituto Smithsonian. Fundado en el siglo XIX, el Smithsonian es un complejo de 21 museos, centros de investigación e instalaciones educativas reconocido mundialmente. Dos tercios de su financiación provienen del gobierno federal, mientras que el resto procede de donaciones privadas y fondos fiduciarios (que generalmente reciben también, indirectamente, fondos o privilegios del mismo Estado). Con un presupuesto anual multimillonario, se trata de la institución más grande de su tipo en el mundo. Fue el científico británico James Smithson quien donó su herencia, soñando con una institución centrada en el avance y la difusión del conocimiento. Hoy, los museos del Smithsonian han trocado su misión de difundir el conocimiento por la de «decolonizar» a la sociedad.
Trump busca combatir este auténtico adoctrinamiento ideológico mediante una orden ejecutiva emitida el 27 de marzo pasado, a la que, con su pomposidad habitual, llamó: «Restaurar la verdad y la cordura en la historia estadounidense». Se trata de la más contundente acción de un gobierno por desmalezar de wokismo la enseñanza de las artes y la historia. Claro que siempre se podrá argumentar a favor o en contra de determinadas concepciones de la visión del pasado; por eso, este decreto pone de relieve un desacuerdo fundamental, a escala global, sobre cómo Occidente entiende, enseña y aprecia su propia cultura y la forma en la que arribó a ella.
La cuestión que subyace en la orden ejecutiva de Trump es qué cosa representa mejor el alma de los Estados Unidos: si las políticas identitarias o la máxima consagrada en su Declaración de Independencia, acerca de que todos los hombres son creados iguales. Esta es la cuestión, diría el bardo, y es la pregunta que Occidente debería estar haciéndose de forma urgente. Va mucho más allá del presidente norteamericano actual y de los museos del Smithsonian.
Por eso es tan enormemente importante la decisión de sanear el Instituto Smithsonian, como un paso gigante para recuperar el terreno cultural que la izquierda ha conquistado durante décadas. Se trata de una jugada clave, que se ha perdido en el fragor de las guerras comerciales, y que, sin embargo, resulta crucial en el corto plazo y fundacional en el largo.
Trump puso a cargo de la cruzada a JD Vance: «El Vicepresidente y el Director de la Oficina de Administración y Presupuesto trabajarán con el Congreso para garantizar que las futuras asignaciones al Instituto Smithsonian prohíban el gasto en exhibiciones o programas que degraden los valores estadounidenses compartidos, dividan a los estadounidenses en función de la raza o promuevan programas o ideologías incompatibles con las leyes y políticas federales», sostuvo. La tarea será titánica.
La Junta de Regentes, que gobierna el Smithsonian, es responsable de nombrar al secretario o director ejecutivo. El actual es Lonnie Bunch, quien afirma que la DEI es fundamental para la excelencia de la práctica museística. Bajo su dirección, la adopción por parte del Smithsonian de toda la perspectiva ideológica woke es contundente. El Museo Nacional del Latino Americano es una colección de agravios contra los Estados Unidos. El Museo de Historia de la Mujer Estadounidense destaca los logros de los atletas trans. El Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana se dedica a reproducir la narrativa de la “opresora cultura colonial dominante” y ha categorizado valores estadounidenses fundamentales como el mérito o la familia nuclear como aspectos negativos de la «cultura blanca».
En el mismo decreto, Trump dio instrucciones para que se determine si, desde la acción coordinada de desestabilización provocada tras la muerte de George Floyd en 2020, «se han retirado o alterado monumentos o estatuas públicas para mantener una reconstrucción errónea de la historia estadounidense» y, en caso afirmativo, los reinstale. La orden ejecutiva de Trump afirma que las ideologías centradas en identitarismos son perjudiciales para la cultura compartida. La medida embiste de frente contra el revisionismo histórico de la nueva izquierda. Se trata de una lucha que se repite actualmente en muchos países del continente americano e incluso en la candente lucha actual del gobierno neocomunista español por «resignificar» el Valle de los Caídos.
Lo que sucedió con el Smithsonian se inscribe en una poderosísima tendencia global de instaurar como discurso único la CRT. En el continente americano se inventó el decolonialismo con la excusa de buscar la pura esencia de «lo originario». En Estados Unidos, la «decolonización» buscó ser política nacional. En el año 2019, el diario New York Times lanzó el denominado 1619 Project, un conjunto de garrafales inexactitudes históricas cuyo objetivo era refundar la historia del país. Según este proyecto, Estados Unidos no habría empezado con el Mayflower, ni en 1776 con la Independencia, sino en 1619, con la llegada del primer barco de esclavos. Lo verdaderamente estadounidense, sostenía el proyecto, era la esclavitud y el colonialismo. Un nuevo y culposo mito fundacional que justificaba la imposición de «restauraciones» por las que sus ideólogos abogan.
Luego de su auge histérico, cuando políticos se arrodillaban en público como acto de autohumillación por el pasado colonial, ciudadanos besaban los pies de personas que tuvieran la piel unos tonos más oscuros y la policía permitía asesinatos, violaciones, incendios y robos para no reprimir la furia anticolonialista, la Teoría Crítica de la Raza perdió fuerza y apoyo popular. Pero, como siempre, el selecto grupo de encumbrados ingenieros sociales elitistas no se resignó a acabar con este delirio. Procuraron infiltrar la CRT en la educación pública y privada, y hoy reina en los museos y sitios históricos. Cualquiera que presencie una excursión escolar a un museo puede ver cómo funciona esta pinza de adoctrinamiento woke.
Este es el panorama con el que EE. UU. se prepara para el 2026, año del 250.º aniversario de la Declaración de Independencia. Parte del país querrá celebrar la historia estadounidense. Pero otros buscan desde hace décadas transformar la comprensión que los estadounidenses tienen de su historia. Hoy existe una división visible entre quienes quieren conmemorar los primeros 250 años de historia y los que quieren rechazarla. Los aniversarios son momentos para reflexionar, evaluar y definir el camino a seguir. La orden ejecutiva se inscribe en ese contexto.
El wokismo contaba con que los estadounidenses creyeran que estaban talladas en piedra sus nefastas teorías divisorias e integristas. Esta orden ejecutiva busca recuperar el orgullo de la historia compartida, deconstruyendo uno de los mitos fundacionales del progresismo: la Teoría Crítica de la Raza. Una necesaria estocada a la residual cultura woke.