«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
la corriente de repudio al wokismo está creciendo en todo el mundo

El ciclo ‘PosWoke’ I: la revolución plebeya

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Mandel Ngan

El declive experimentado por la desquiciada ideología woke, sumado al crecimiento de políticos o partidos que reaccionan a una o varias de sus premisas, podría dar la impresión de que finalmente el wokismo está perdiendo la batalla cultural. ¿Estamos, entonces, frente a un regreso del sentido común? ¿Podemos decir que ha expirado la ideología más destructiva y divisiva de las últimas décadas?

A poco de asumir, Donald Trump dijo que había una «revolución del sentido común que ahora, gracias a nosotros, se extiende por todo el mundo». Es cierto que el presidente de EEUU se ha encargado en los últimos dos meses de disparar a repetición contra este andamiaje, y que no ha perdido un minuto en su plan de dejar sin combustible a la maquinaria burocrática de la izquierda nacional e internacional que se nutría mayormente del dinero norteamericano.

Aun considerando esto, cuesta determinar, no obstante, si el regreso de Trump al sillón más poderoso del mundo es causa o consecuencia de esa revolución. Antes de este regreso, otros políticos desafiaron, en distinta medida y con modesto éxito, mandamientos progresistas que hasta hace un par de años parecían imbatibles. Algunos de estos políticos llegaron al poder y otros crecieron en popularidad y votos. Muchos de ellos son víctimas de los cordones sanitarios que el mismo sistema político les pone, pero es innegable que la corriente de repudio al wokismo está creciendo en todo el mundo.

Esta corriente mundial antiwoke surgió del hartazgo de los ciudadanos de a pie hacia los delirios de unas élites arbitrarias y totalitarias, que mayormente estaban a salvo de las decisiones democráticas y por tanto no respondían con su cargo por sus fracasos y corruptelas.

Se trata de millones de personas que están hartas de la violencia antifa, de las perspectivas de género que justificaban las mutilaciones de niños, de los ataques a la producción, el desarrollo y el confort de parte de los ecologistas, del ataque a su propiedad por modesta que esta sea, de la victimización acomodaticia de los «colectivos oprimidos» y de las prerrogativas y privilegios impuestos desde el poder para las masas de inmigrantes que no sólo no se integran ni aportan al sistema que los mantiene, sino que odian al sistema, a la cultura occidental y a los occidentales en gran medida.

Así que las personas de a pie reaccionan contra todo eso, se burlan de todo eso y simpatizan con quienes denuncian todo eso o prometen hacer algo contra todo eso.

Queda por ver si se entiende de dónde salió todo eso y si, más allá de la burla o el desprecio, se puede hacer algo contra todo eso.

Pero la pregunta del millón es: ¿Estamos en medio de la reacción antiwoke? ¿Es posible acabar con el wokismo de abajo hacia arriba? ¿Es esto una revolución plebeya?

En medio de los acontecimientos, sobre todo marcados por el ritmo vertiginoso que Trump le está imprimiendo a este contraataque, todo parece muy caótico. Las medidas y contramedidas, las respuestas del establishment al accionar de Trump, y (con menor difusión) al accionar de Orbán, Meloni o Milei, por ejemplo, generan una situación de inestabilidad y confusión que puede favorecer a las huestes del progresismo que se anota una victoria si tan solo logra mantener el statu quo.

Es una buena noticia, no obstante. El wokismo ya no aspira a marcar agenda, y está atrincherado tratando de proteger lo conseguido. El caos del otro lado es por cierto esperable, las revoluciones son caos y mientras se desarrollan son brutales, contradictorias, crueles y siempre desprovistas de templanza y elegancia, no se puede tener todo. A veces las revoluciones alumbran sistemas completamente nuevos; pero otras veces se conforman con destrozar lo que está en la superficie, vengativamente, sin atacar las raíces del surgimiento de aquello que se pretende revolucionar. La cuestión es si es posible asegurar que esta ola de repudio popular no se transforme simplemente es una efervescencia jacobinista que termine solidificando aquello que quería cambiar.

Las revoluciones reivindicadas por la izquierda aspiran siempre a crear algo nuevo (el wokismo en su deconstrucción absoluta del «sistema opresor» es en sí mismo un llamado revolucionario), el camino de la tabula rasa es muy propio de esta ideología siempre dirigida por élites constructivistas de arriba hacia abajo. Luego está el camino orgánico y consistente de aquellas revoluciones que se basaron en logros, descubrimientos, conquista y sueños de los individuos, de abajo hacia arriba.

Las revoluciones que generaron saltos evolutivos, riqueza, confort y libertad fueron estas últimas. No fue una decisión ni de burócratas iluminados ni de gobiernos o supragobiernos que alguien descubriera cómo fundir metales, cómo conservar alimentos, cómo combatir las infecciones, cómo navegar cruzando océanos, cómo explotar las posibilidades de los combustibles fósiles. En definitiva, que los grandes logros de la humanidad fueron posibles sin la planificación, vigilancia y control de estas élites. Es más, son logros «a pesar» de quienes están en el poder. Aunque es cierto que en algunos momentos de la historia las élites fueron más inteligentes y de mucha mejor calidad, como para fomentar o al menos no impedir estos saltos evolutivos. Pero hoy no es ese el caso.

Si esta revolución plebeya contra el wokismo desea recuperar «el sentido común» es importante que abogue por aquellos principios y valores que construyeron ese sentido común y que hicieron de nuestra cultura un espacio próspero y libre. Una revolución basada en el respeto a la propiedad, la libertad, la soberanía y el espíritu crítico podrían ser una buena orientación para estos momentos tan caóticos. Por cierto, el desprecio de la ideología woke a estos valores citados es un buen indicador de que se trata del camino correcto.

Los mayores logros de Occidente fueron alcanzados por hombres ambiciosos, curiosos, ávidos de gloria y trascendencia, dispuestos a morir por sus afanes de riqueza, conquista o reputación. Estas características se encuentran mayormente en los jóvenes que son quienes nutren esas revoluciones plebeyas contra el wokismo en todo el mundo. Fue la pulsión vital de los jóvenes occidentales la que logró conquistar fortuna, popularidad y dio origen al mundo moderno.

El arrojo y la ambición gozaban de prestigio en nuestra cultura, pero es justamente aquello de lo que hoy Occidente se avergüenza. Las mismas virtudes que antaño celebraban ahora son consideradas vicios de un sistema opresor. Queda claro que ahí están las raíces de la ideología woke, que no se están atacando porque no están en la superficie. La propia estructura de la cultura occidental actual está organizada en torno a la supresión del espíritu orgulloso que la creó originalmente. Y eso no es wokismo, es una tara que viene de mucho más lejos.

El wokismo, en definitiva, es la expresión fanática del dogma izquierdista del Estado como religión. En un sentido amplio, se trata de la religión de los que están adentro, los beneficiados de ese sistema: gerentes del capitalismo de amigos, políticos y burócratas supragubernamentales, proxenetas académicos, ONG y fundaciones impuesto-dependientes, perceptores de planes y subvenciones estatales, medios de comunicación idénticamente subvencionados.

Es lógico que una revolución antiwoke sea plebeya porque es una manifestación de los que están afuera, individuos que aportan al sistema sin obtener a cambio ningún beneficio y que se ven privados, además, de sus derechos y de sus pulsiones de gloria y fortuna.

Si los que están adentro representan a la izquierda desquiciada, los de afuera representan a la derecha que, entre los jóvenes, se extiende más allá de las fronteras y los estereotipos. Es una derecha instintiva, coyuntural, casi sin marco teórico ni narrativa profunda, sin filosofía. Plebeya.

Se trata de una fuerza inédita en este siglo, potente pero insuficiente para conseguir un cambio de régimen genuino. Por eso lo woke no está derrotado aún.

Pero es importante resaltar que Trump ha demostrado que la voluntad de poder sirve y que se consiguen cosas si se está dispuesto a usar el poder. Esto es algo que estuvo ausente en el espectro que va del centro a la derecha en este siglo, poco interesado en cambiar nada, intentando sobrevivir lo más cómodo posible en el ecosistema diseñado por y para la izquierda. Esto incluye al mismísimo primer Trump de 2016.

Eliminar y obstaculizar el accionar de agencias gubernamentales intervencionistas en todos los niveles es positivo aún con todos los anticuerpos del sistema desplegados. Cortar flujos de recursos expoliados a los ciudadanos de a pie para mantener medios, ONGs, burócratas y privilegios sirve: los expone, los obliga a mostrarse, les complica la vida, los enfurece, los distrae y los obliga a redireccionar recursos que se quitan al ejército de «protestantes pagos» que se «adueñan de las calles» en todo Occidente. Es mejor que la parálisis y el derrotismo, es mejor que decir «no se puede». Sobre todo porque, por una vez en la vida, se corre la ventana de Overton para el otro lado y es mucho más difícil de revertir, les insume energías y les entorpece la vida.

Trump ha mostrado también que el andamiaje woke es intenso pero poco sostenible en el tiempo, o sea que la resistencia sirve, como sirve también aplicar tensión a la logística de gestión de la izquierda estatalista porque sólo es capaz de subsistir con fondos públicos. Es cierto que la izquierda enquistada en todos los elefantiásicos Estados occidentales se va a defender. Clara muestra es el intento de los poderes judiciales de coaccionar a las voces disidentes y de asaltar las facultades del poder ejecutivo: Argentina, Brasil, España, Rumanía o Israel son ejemplos de esto.

El siguiente camino que usará el wokismo para resistir es la violencia, nada que la izquierda no haya explotado antes. Para eso también será necesario desarrollar un marco teórico, una filosofía y una narrativa que sostenga a la revolución plebeya, para que no caiga en los errores que la marginaron de la centralidad política durante décadas.

Nadie dijo que fuera fácil.

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