«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Se puede lograr que el ciclo que comenzó en 2016 se perpetúe

La victoria de Trump refuerza la defensa de la soberanía en Occidente

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Donald Trump. Europa Press

En el año 2016 se produjeron diferentes acontecimientos políticos que dejarán su huella en la Historia. Los hechos sucedidos aquel año parecían inaugurar un nuevo ciclo histórico que ponía fin a los paquetes ideológicos que habían proliferado desde la caída del Muro de Berlín y otorgaba una nueva revitalización al concepto de soberanía nacional. La soberanía nacional era de nuevo reivindicada frente a un escenario global donde las naciones tienen cada vez menos margen de maniobra. No en vano hasta Pablo Iglesias afirmó que «la victoria de Trump podía representar un acontecimiento geopolítico sin precedentes desde la caída de la URSS».

Este ciclo histórico comenzó el 23 de junio de 2016, día en que se celebró el referéndum sobre la pertenencia o salida de Reino Unido de la UE. Los británicos optaron por el Brexit en contra de la posición de la administración liderada por David Cameron y lo hizo a pesar de que casi ningún miembro de la academia o de los medios de comunicación lo pronosticara y/o lo apoyara. Pasaron tan sólo unos meses y los «expertos» de los Excels volvieron a equivocarse. Donald Trump ganó las elecciones aquel 8 de noviembre sin que ninguno de ellos supiera verlo.

Ambos fenómenos (el Brexit y la victoria de Trump) comparten un factor decisivo que los une: fueron en gran parte una reacción popular y nacional de las clases medias empobrecidas, las «perdedoras de la globalización» en un intento de tomar el control, de recuperar el control de sus vidas y de sus naciones en el orden identitario y cultural, pero también en el económico. Por ello el lema de la campaña de Boris Johnson en favor del Brexit fue «Take back control».

En términos generales y globales las clases medias occidentales llevan en declive desde finales de los años 80. Han perdido poder adquisitivo frente a una clase alta transnacional sin patria —en la que los globalistas se apoyan y viceversa— y unas clases medias del Tercer Mundo en crecimiento.

En este contexto, si bien el Brexit dio lugar a diferentes crisis políticas en Reino Unido y la relación económica de los británicos con el resto del mundo está todavía por definir, Trump sí fue un caso de éxito: emergió hablando directamente a las clases medias occidentales que, en el contexto de una globalización sin fronteras (la que el economista Dani Rodrick bautizó como «hiperglobalización», un proyecto que pretendía una economía internacional sin ninguna barrera arancelaria en el plano comercial y financiero), habían salida perjudicadas. Las clases medias occidentales salieron mal paradas sobre todo porque algunos socios comerciales como China no respetan las mismas reglas del juego (estándares salariales, de calidad, medioambientales) a la hora de comerciar.

Trump, en su campaña de 2016, se centró en la legítima preocupación de quienes habían visto truncadas sus expectativas de futuro, siendo testigos del éxodo de fábricas e industrias a China y a otras naciones del Tercer Mundo. Así, se dirigió a ellos para explicarles cómo iba a recuperar su futuro, cómo iba a conseguir que «recuperaran el control». Y su receta se basaba en volver a la soberanía nacional y, a partir de ahí, negociar con quien hiciese falta.

Frente a los consensos del establishment republicano y demócrata, que apostaban por acuerdos multilaterales en materia de libre comercio, Trump nada más llegar a la Casa Blanca rechazó la incorporación de EEUU a acuerdos multilaterales como fue el caso del Tratado del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TTPP) y abogó por acuerdos bilaterales, donde al haber menos actores económicos en pugna se pudieran valorar con claridad los intereses nacionales de EEUU. Además, esta apuesta por la bilateralidad en lugar de por apostar por grandes tratados de libre comercio estuvo presente durante todo su mandato: el NAFTA se transformó en un nuevo acuerdo comercial con México y Canadá, y la política arancelaria obtuvo un papel predominante en las relaciones comerciales con otras naciones, como su principal rival geopolítico (China).

En definitiva, fue Trump quien volvió a poner la soberanía nacional encima de la mesa frente a las consecuencias negativas del proceso de globalización. Frente a una izquierda woke que ha abandonado cualquier crítica económica y sólo habla de redistribuir las opresiones ficticias, Trump sí entró de lleno en las preocupaciones económicas de los trabajadores y la clase media empobrecida de EEUU.

Trump tomó partida, tal vez sin saberlo, en lo que el economista Dani Rodrick llama el «Trilema de la Globalización». Según Rodrick, no se puede pretender tener más globalización y al mismo tiempo más soberanía nacional y más democracia. Hay elegir dos en detrimento de una de ellas. Trump eligió soberanía (Estado-Nación) y democracia a costa de limitar los excesos del libre comercio y puso encima de la mesa un rumbo diferente al que las élites republicanas y demócratas habían empujado a EEUU. Lo hizo en ese momento, contra todos: contra los lobbies de las guerras, contra las Big Tech, contra las Big Pharma y contra los medios de comunicación mayoritarios.

En definitiva, Trump ganó sólo contra todos, como si fuera una fuerza de naturaleza capaz de derribar los viejos consensos. Ahora, tras el paréntesis de 2020-2024, ha vuelto a ganar.

De nuevo, el pasado 5 de noviembre Trump se alzó con la victoria incontestable frente a unos sondeos que dibujaban un escenario político mucho más ajustado.

No sólo ha aumentado el número de delegados desde 2016 (pasando de 306 a 312 por la incorporación de los 6 que otorga ganar el Estado de Nevada), sino que ganó el voto popular: por primera vez en 20 años, un líder del partido republicano consiguió más votos que un líder del Partido Demócrata en el conjunto total del país. Aunque el voto popular no es significativo para gobernar en EEUU, que Trump lo haya conseguido tiene un importante valor simbólico, que le envuelve de legitimidad: la mayoría de los estadounidenses forman parte ahora de esos «deplorables» a los que intentó estigmatizar Hillary Clinton.

Además de la Casa Blanca, Trump tiene ahora a su favor la victoria republicana tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, de mayoría republicana y una Corte Suprema también de clara orientación conservadora. Y esta vez, hay una clara diferencia: entre los legisladores republicanos, el respaldo a Trump es mucho más firme que en 2016, cuando Trump tenía que convivir con las élites del partido republicano. Hoy estas viejas élites han pasado a un segundo plano y los partidarios de Trump han colonizado el viejo partido del elefante.

Todos estos datos nos llevan a pensar que Trump tendrá menor resistencia interna para llevar su proyecto político soberanista. Podemos detenernos en su elección para vicepresidente: en vez de Mike Pence, un político alineado con el establishment en política exterior y en economía, será J.D Vance, un político cuya historia personal representa el sueño americano y que defiende las posiciones antibelicistas de Trump y una mirada mucho más social en favor de los trabajadores estadounidenses.

En síntesis, la victoria de Donald Trump es también el triunfo de una alianza transversal contra el el Sistema, contra las élites de Washington, contra ese establishment que tilda de deplorables y de rednecks a quienes se oponen con firmeza a sus postulados.

La diferencia es que ahora no está tan sólo: cada vez más líderes europeos, al alza en sus diferentes naciones, le respaldan. Esta vez se puede lograr que el ciclo histórico que comenzó en 2016 vuelva a encarrilarse y se perpetúe, logrando un cambio de paradigma político en todos los órdenes en favor de la soberanía, que no es otra cosa que poseer las herramientas para volver a ser dueños de nuestros destinos.

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