En esta campaña, unos se quejaban de que Trump no era suficientemente Trump, y otros de que lo era demasiado. Yo le escuché lo más trumpiano de la década cuando prometió destinar el presupuesto de defensa a financiar deportaciones masivas y usar, para los países que no aceptasen la gente de regreso, sanciones económicas en forma de aranceles.
En una sola medida, de pronto, tres trumpismos ensartados como en un pinchito de Trump. La inmigración en defensa, deportaciones masivas y el arancel como forma de castigo. Esto hubiera sonado a ciencia ficción en 2015. La política ya la ha cambiado él.
Con Trump fue primero ese interés político, luego la admiración por la persona. El asombro humano. Contaran lo que nos contaran de él, porque incluso cuando nos querían abrir los ojos, nos los nublaban más.
El periodista Rick Reilly empieza su libro sobre Trump con una anécdota. Estaban los dos en un club de golf y Trump lo presentaba a sus amigos diciendo «Publica Sports Illustrated«. Cuando se quedaron solos, Reilly, sólo un escritor, le pregunto por qué mentía. «Suena mejor».
Otra anécdota (que decidimos creer): en una cena oficial, hablaban los maridos por un lado, las mujeres por otro, y una de ellas, encantada con el acento de Melania, le preguntó de dónde era. «Eslovenia». Trump, de repente, irrumpió en la conversación. «Di Austria, cariño. Suena mejor».
Mentiroso, dirán, pero… ¿qué importancia tiene la mentira cuando nadie nos ha pedido credulidad? Lo peor que ha hecho es poner motes y despedir a gente. Su furia es de cómic y su ego cambia de tema constantemente. Nunca es solemne y responde al odio con humor.
Trump no se toma tan en serio. Esta campaña necesitaba un turbo, estimular a sus deplorables y cuando Biden les llamó «garbage», apareció conduciendo un camión de la basura con un chaleco naranja (como los que se pone Mazón, pero por supuesto más alegre).
Hace unos días, en un mitin, se quejaba de lo que más le irrita, más incluso que los periodistas: cuando el micrófono no está a su altura y ha de agacharse. Lo bajó, lo subió y repitió el cabeceo propio de una felación. El hombre que lidera la ultraderecha mundial le hacía una mamada al micrófono. ¿Se imaginan a Churchill haciendo eso con su puro?
Si Trump es como dicen que es, Trump puede ser cualquier cosa menos un fascista. Es imposible. No habla como un fascista, no tiene estética de fascista, no tiene seriedad de fascista. Trump es literal y constitutivamente antifascista. Es más, lo es congénitamente.
El fascismo rechazaba el parlamentarismo liberal como fracaso de una «clase discutidora». Dejemos de hablar. Trump, gran demócrata, lo supera en la dirección contraria: cuanto más se hable, mejor. Hablemos sin parar. Una inflación de palabras de gran discutidor, como si llevara el wrestling a los debates. Los golpes no hacen sangre y las bravuconadas rozan la autoparodia. Es hiperbólico, chismoso, narrativo, digresivo, infinito, repetitivo, divertido, caricato… Responde a los fact checks, hablando más, como si pisara el acelerador cuando le anuncian más radares en la carretera.
En esto hay nature y nurture. La inspiración de Trump, señaló Steve Sailer, fue George Steinbrenner, antiguo dueño de los Yankees, el equipo de béisbol de Nueva York. Salvando las distancias, una especie de exitoso Jesús Gil. Era un personaje atrabiliario que despedía entrenadores constantemente —de ahí el You’re Fired—. Le gustaba la publicidad, que hablaran mucho de él, todo el tiempo, aunque fuera mal. Trump, que fue amigo personal (un joven que aprendía de los mayores, por cierto) adoptó esa línea comunicativa.
Steinbrenner era tan personaje que saltó a la ficción; acabó siendo uno en la serie de comedia Seinfeld. George Constanza empieza a trabajar en los Yankees y allí, en el club, estaba un Steinbrenner al que solo se le veía la nuca. Cualquiera que viese la serie lo recordará: era una especie de torbellino de energía, de equilibrado caos gerencial, excéntrico y desconcertante, despótico e inofensivo. Alguien que contrataba tan rápido como despedía. Se topó con Constanza, escuchó sus críticas de aficionado y dijo: «Contratado». Y esta persona, que en su frenético contratar-despedir encarna una cultura de libertad económica, es otro de los puntos en los que Trump y el universo paralelo de Seinfeld se comunican.
Trump ha de ganar por su país y por el planeta (al menos por una gran parte del planeta). Pero después de una década mirándolo desde tan lejos, también para poder disfrutar un poco más de un personaje que parece sacado de un tiempo mejor, de los 80, de los 90 quizás, o de la ficción. De un mundo en el que el único fascista es el nazi de la sopa.