En una zona cercana a la frontera belga en el oeste del país es donde se sitúa la mina conocida como Hambach, una vasta área de 50 kilómetros cuadrados dedicada a la extracción de lignito, un tipo de carbón considerado de los más contaminantes.
La empresa alemana RWE es la encargada de trabajar en la zona desde 1978. Sólo en esa mina, cada día se emiten cerca de 270.000 toneladas de dióxido de carbono, cifra que le concede el título de «agujero negro» de Europa. No hay región más contaminante en todo el continente y no tiene visos de que la situación cambie a corto plazo merced a las políticas suicidas llevadaa a cabo por los verdes y la órbita de asociaciones, ONG y fundaciones que demonizan la energía nuclear.
Propaganda aparte, el país teutón genera el 30% de la electricidad gracias a la quema de carbón. El Instituto Alemán de Investigación Económica (DIW Berlin como se le conoce en alemán) detalla en un informe de 2018 que «la generación de electricidad a partir del lignito y la hulla fue responsable de más de la cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero de Alemania en 2016″.
Según el plan climático alemán, las emisiones del sector energético deben reducirse en un 60% respecto a 1990. Esta postura es la que ha evitado la expansión de la mina ya que estaba proyectado el desalojo de un pueblo cercano y la tala del 10% restante del bosque cercano. La planta alemana de Niederaussem, alimentada con las extracciones de Hambach, ocupa el segundo lugar en Europa en cuanto a emisiones de mercurio. Alemania se sitúa así como la mayor reserva de lignito del mundo, seguida por China y Turquía.
El instituto reconoce que «las probabilidades de cumplir los objetivos son escasas: sin ninguna medida adicional, Alemania puede esperar una reducción total de las emisiones de gases de efecto invernadero de sólo un 35,5% para 2020». Esta cifra ya parece demasiado para un país que se había comprometido a reducir sus emisiones, pero para 2050 la intención es llegar al 80%. Antes de la guerra de Ucrania quizás fuera un objetivo plausible, pero tras los sabotajes de los gasoductos Nord Stream I y II el país se ha visto doblemente condenado a no poder suplir lo suficiente con energía nuclear y a tener que reactivar sus minas de carbón. Y no es el único.
Tal y como se puede apreciar en los datos oficiales publicados por el Parlamento Europeo, Alemania es el primer país de Europa en cuanto a emisión de gases de efecto invernadero se refiere. Casi duplica a otros países como Reino Unido y Francia que, en cambio, no han seguido los cantos de sirena de los activistas climáticos por lo que una parte de su energía proviene de centrales nucleares.
Es más, Francia tiene prevista la construcción de otros 14 reactores nucleares en los próximos años a sabiendas de que posicionará al país como uno de los más independientes a nivel energético y fortalecerá su faceta de exportador, tal y como ocurre en estos momentos con nuestro país. España compra energía producida por reactores nucleares a Francia a cambio del tratamiento de los residuos generados en su producción. Entre esto y tener centrales que operen en España a pleno rendimiento no hay mucha diferencia, pero la presión del lobby climático parece ser demasiado efectiva, incluso superior a las necesidades estratégicas nacionales.
Alemania ha visto su liderazgo comprometido con la guerra de Ucrania. El país estaba en la senda de la dominación absoluta energética en el continente. Gas barato y constante hubiera posicionado a su industria como una de las más competentes del mundo. Su rechazo de la energía nuclear por los ensueños de un segmento de la población, que pensó que su fortaleza podría ser suplantada con energías verdes, les ha devuelto a una realidad incómoda: si se quiere mantener el ritmo de crecimiento en niveles competitivos a escala global uno no puede depender de energías renovables. No porque no sea deseable como idea, sino porque otros países no lo están haciendo como son Estados Unidos o China.