La inmigración ilegal y descontrolada en Europa sigue generando controversia, y los datos recientes sobre Francia, extraídos de un informe del Observatoire de l’Immigration al que ha tenido acceso LA GACETA, revelan un panorama inquietante. Según el documento, el 57% de los inmigrantes subsaharianos en Francia vive en viviendas sociales. Esta cifra asciende al 49% en el caso de los inmigrantes argelinos. En el caso de la ciudadanía sin raíces migratorias, sólo un 11% ha tenido acceso a este tipo de inmuebles. Estos porcentajes no sólo reflejan una presión sobre los recursos públicos, sino que alimentan el debate sobre un posible «grand remplacement», un cambio demográfico que amenaza la identidad y cohesión de las sociedades europeas.
El dosier detalla además que, entre 2019 y 2020, sólo el 32% de los inmigrantes de 18 a 59 años en Francia vivía en un hogar propietario, frente al 53% de la población general. La concentración de inmigrantes en viviendas sociales es otro punto crítico. Mientras el 27% de los franceses sin ascendencia migratoria alquila en el sector privado y sólo el 11% en vivienda social, para los inmigrantes las cifras se invierten: 28% en el sector privado y 35% en social. Los descendientes de inmigrantes también muestran una mayor presencia en vivienda social (27%) frente a la privada (21%), lo que indica que esta problemática persiste en la segunda generación.
La sobreocupación es otro indicador de tensión: el 26% de los inmigrantes vive en hogares con más personas que espacio disponible, frente al 17% de sus descendientes y el 8% de la población sin ascendencia migratoria. Los inmigrantes de África, China, Turquía y el Medio Oriente son los más representativos en esta tendencia, mientras que los descendientes de europeos del sur (6%) lo son de forma ínfima.
Estos datos sugieren que la inmigración masiva no sólo satura los sistemas de vivienda social, sino que contribuye a un cambio demográfico que podría ser irreversible. La alta presencia de inmigrantes en barrios con alta densidad de vivienda social, combinada con la sobreocupación y la dependencia de recursos públicos, incrementan la erosión de la identidad nacional y el aumento de la inseguridad.
Así, sin controles fronterizos efectivos ni políticas de integración determinantes, Francia y Europa podrían enfrentar no sólo un desafío demográfico, sino también un aumento de tensiones sociales. Los datos son claros y son señales de alerta. La pregunta no es sólo si estas cifras reflejan un problema estructural o una crisis migratoria, sino cuánto tiempo podrán las sociedades europeas sostener este modelo sin fracturarse.