«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El yugo soviético, clave para entender la victoria de Orbán

Occidente anda loco con el Este de Europa. ¿Qué hacen votando a partidos que les hemos dicho con toda claridad que son malos, populistas, ultraderechistas, caca? ¿Por qué no pueden ser más como nosotros? Les daré una pista: ¿Qué tal medio siglo bajo el yugo soviético? Llámenlo vacunación a lo bestia.

No sé si se han dado cuenta, pero últimamente la democracia no tiene muy buena prensa. Literalmente. 
No me refiero, claro, a la palabra, que sigue siendo un ‘abracadabra’, un talismán verbal en todo debate, sino al concepto, a la idea de que los pueblos son quienes mejor saben lo que les conviene, y eso es lo que eligen. 
Llevamos un tiempo de juzgar que la gente no sabe lo que quiere, que votáis mal y así no hay quien haga carrera con vosotros. Primero fueron los (ya lejanos) referenda sobre la Constitución Europea, esa reliquia de la prosodia soviética tardía, que votaron mal (es decir, en contra) irlandeses, franceses y holandeses. A los primeros se les obligó a repetir la votación hasta que los electores dieran la respuesta correcta, pero con los otros, como suele pasar con los matones cuando se enfrentan a uno de su talla, no se atrevieron. 
Luego vinieron el ‘Brexit’, Trump, Austria e Italia, todos ellos injerencia rusa. Y, ahora, Orbán, cuyo partido, Fidesz, ha conseguido, después de dos mandatos, una mayoría como para cambiar la Constitución. Ocho años llevan sin darse cuenta estos húngaros atrasados e incultos de que estaban siendo hipnotizados por el ‘populismo’ de un charlatán, eso es ceguera colectiva. 
No lo digo yo, que está en la prensa de hoy, desde El País a La Razón, pasando por El Mundo. Y si todos los medios coinciden en lo malo que es Orbán, no sé quiénes se creen los húngaros para llevarles la contraria. 
Todos coinciden en dos cosas: en llamar al Fidesz ‘populista’ y ‘xenófobo’. 
‘Populista’, creo haberlo dicho alguna vez en estas páginas, es el modo de descalificar políticamente, sin mojarse demasiado, que usan quienes consideran que el ‘fascista’ está muy trillado y no suena lo bastante sofisticado.  
Solo tiene un problema, y es que el de ‘populista’ es calificativo que denota un vendedor de crecepelo político, un hombre que promete lo que no puede cumplir porque, de entrada, es fantasía. Algo, en fin, que casa mal con un tipo que lleva ocho años dando trigo. 
Pero de algún modo tienen nuestros arrogantes grupos mediáticos que explicar el irracional apego de un pueblo por un líder que ellos han decidido, por unanimidad, que es malo. Hablan de que Orbán lo ha conseguido uniendo a los húngaros en el odio, que no sé yo cómo me tomaría esta injuria colectiva si fuera húngaro, porque, claro, que el PIB haya crecido un 4% o que el salario bruto lo haya hecho en un 13%; que el paro haya pasado del 11,6% en 2010 al 3,8% y que la inversión extranjera se haya disparado, supongo que no tiene nada que ver, ¿verdad? 
Occidente anda loco con el Este de Europa. ¿Qué hacen votando a partidos que les hemos dicho con toda claridad que son malos, populistas, xenófobos, ultraderechista, caca? ¿Están sordos, o lo hacen para irritarnos? ¿Por qué no pueden ser más como nosotros, que compartimos con ellos tanta historia y un mismo continente? 
Les daré una pista: ¿qué tal medio siglo bajo el yugo soviético? Llámenlo vacunación a lo bestia. Pero eso se ha traducido en varios efectos curiosos. 
El primero es que no se hacen ilusiones con la utopía socialista. Nosotros podemos seguir teniendo a la izquierda radical, si no en el poder político, al menos rondándolo e instalada en el poder cultural. Ser rojo mola, y esa es la narrativa por defecto en películas, canciones, discursos y manifas; eso es lo que se enseña a nuestros hijos y ese es el objetivo al que deberíamos tender. 
En el Este, que han vivido eso y saben bien lo que es, no entienden cómo podemos estar tan idiotas. No entienden que hay cosas que se tienen que vivir para entenderlas, porque nadie escarmienta en cabeza ajena.  
Aquí podemos jugar a los rebeldes. Los indepes catalanes van predicando por el mundo que España es un Estado fascista porque algunos de los suyos, acusados de delitos presentes en casi todos los códigos occidentales, están en la cárcel. Pero saben que no van a ser torturados, ni tener un juicio groseramente amañado (aunque lo digan), ni van a desaparecer de un día para otro, y los que están fuera saben que pueden seguir con sus lacitos y protestas sin temor. 
Pero Lech Walesa, primer presidente de la Polonia postcomunista pasó un año en prisión por organizar una huelga, Vaclav Havel, primer presidente de Checoslovaquia, fue varias veces a la cárcel por defender los derechos humanos, y el propio Viktor Orbán dio un célebre discurso en la Plaza de los Héroes Nacionales en 1989 exigiendo elecciones libres y la retirada de las tropas soviéticas. Hay una foto en la que puede comprobarse lo que la Policía húngara opinaba de esas ideas del joven Viktor. Pista: no eran partidarios. 


El segundo efecto de quedar del lado ‘malo’ del Telón de Acero durante cosa de cincuenta años es que vinieron a estar al margen de lo que pasaba fuera, perdiéndose nuestra fascinante deriva, iniciada con la gran mascarada pequeñoburguesa de Mayo del 68, hacia la tiranía de lo políticamente correcto y el abandono de la clase obrera por la izquierda en favor de grupos de ‘oprimidos’ más ‘chic’. 
Es como si fueran la Bella Durmiente del cuento y, al despertar, pretendieran retomar lo que dejaron al quedar dormidos, como si sus hermanos de Occidente no hubiéramos cambiado hasta ser irreconocibles. Se han perdido, por ejemplo, la larga sesión de masoquismo por el que pensamos ser lo peor de lo peor, el ‘virus del planeta’, como nos llamó la simpática intelectual Susan Sonntag, así que no saben que avergonzarte de lo que eres es obligado, como lo es querer cambiar tu civilización y tu misma demografía por la de otros pueblos. 
Y con esto llegamos a la ‘xenofobia’. Lo que llamamos hoy ‘xenofobia’ -pueden comprobarlo- es lo que hace no tantas décadas constituía una política migratoria medianamente prudente. A nadie entonces se le hubiera ocurrido decir, como afirman solemnes las autoridades galas, que «el ramadán es una tradición francesa». Y polacos, checos, húngaros y otros no ven razón alguna para que sea así. 

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