Incluso se alegó que la negativa al traslado se basaba en que el viaje podía ser fatal para el niño. ¿Pero no habíamos quedado en que tenía que morir?
Alfie vive: en este momento, esa es la noticia. El niño, que no llega a los 2 años, hijo de Tom y Kate Evans, sigue virtual y judicialmente secuestrado en el Hospital Alder Hey de Liverpool, de la red hospitalaria del Servicio Nacional de Salud (NHS) británico, pese a los denodados esfuerzos del equipo médico y de la judicatura.
Aunque los médicos reconocen no saber en qué consiste exactamente su mal, Alfie fue diagnosticado con una enfermedad neurológica incurable que había dañado irreversiblemente su cerebro y que le obligaba a sobrevivir enchufado a un respirador. Así que, «teniendo en cuenta los mejores del niño», las autoridades del hospital decidieron que el niño tenía que morir.
El plan consistía en desentubarlo -con lo que, sentenciaron en su momento, no duraría ni tres minutos- y sedarlo con dos compuestos, uno de ellos usado en la administración de la pena capital en Estados Unidos, depresor, además, de la función respiratoria, para facilitarle el tránsito.
Y ahí hubiera quedado la cosa, un caso más entre docenas que pasan desapercibidos en nuestro tiempo en el que los padres no tienen apenas derechos. Pero Tom y Kate no se resignaron. Apelaron a todas las instancias imaginables, una detrás de otra.
La respuesta fue en todos los casos la misma: Alfie debe morir.
Los padres recurrieron a los medios, Tom fue a ver al Papa -que ha pedido que se haga «lo posible y lo imposible» para salvar al niño– e incluso consiguió que una doctora polaca, Izabela Pałgan, pediatra y oncóloga de Bydgoszcz, examinara el caso. La doctora Pałgan dictaminó que los médicos han errado el diagnóstico, que Alfie no se está muriendo ni puede estar en muerte cerebral porque responde a los estímulos.
El Gobierno italiano, probablemente a instancias del Sumo Pontífice, entró en escena concediendo de urgencia al niño la nacionalidad italiana y poniendo a su disposición un avión militar para recogerlo y llevarlo a Roma, donde los médicos del Bambino Gesù están dispuestos a tratarlo gratis.
Incluso el presidente polaco, Andrzej Duda, y el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, han tratado de interceder para salvar la vida a Alfie Evans.
Nada que hacer. El juez que atiende el caso, Sir John Paul Hayden -miembro del grupo LGTBI para juristas BLAAGG y coautor de un libro sobre adopción de niños por parejas homosexuales-, que ya había refrendado la sentencia a muerte decretada por el hospital, volvió a pronunciarse, esta vez para prohibir el traslado fuera del centro.
Un verdadero y ya misterioso empeño en que muera Alfie por parte de instancias tan poderosas que su supervivencia durante lo que son ya días convierte la tragedia en un poderoso símbolo. Alfie es ya el Niño Que Vivió.
Porque el lunes pasado, fiesta nacional en Inglaterra por serlo de su patrón, San Jorge, y día en que nacía el último vástago de la Familia Real, hijo de los Duques de Cambridge, era el día fijado para su muerte. Se procedió a desentubar y… Alfie siguió respirando. Solo, para asombro de los facultativos.
Se procedió a retirarle el alimento. Matarlo de hambre, si se prefiere decir así. Más de veinte horas estuvo el niño sin que nadie le nutriera, respirando cada vez con mayor dificultad.
Y la pregunta de todos es: ¿por qué? Aun admitiendo que las autoridades médicas se hayan convertido, por delegación gubernamental, en jueces sobre la vida y la muerte con absoluto desprecio de la patria potestad; aunque se encuentre razonable el diagnóstico poco plausible de muerte cerebral y se decida ‘desconectarlo’, aún queda por aclarar por qué, en tal caso, no se permite al niño que salga y sea tratado en otro centro.
No se trata de una difícil decisión médica como amputar u operar a vida o muerte, cuando el bien mayor de la vida se impone a cualquier otra consideración o decisión de familiares. No, se trata de un niño que habían sentenciado a morir. Y al que, sin embargo, no dejan que salga para probar suerte en otra clínica.
Incluso se alegó que la negativa al traslado se basaba en que el viaje podía ser fatal para el niño. ¿Pero no habíamos quedado en que tenía que morir?
Y en ese punto, todo se vuelve oscuro. Se resucitan escándalos pasados del Alder Hey, del que hace unos años se descubrió que se dedicaba masivamente a extraer órganos de niños muertos en él sin comunicarlo a sus familiares.
Y otras razones para poner, al menos, entre paréntesis la infalibilidad de su equipo. Como cuando tuvo que disculparse públicamente por negligencia en torno a la muerte de una niña de 15 años. O aquel error que llevó a la muerte de un niño de 3 años en una operación. O el adolescente muerto porque los médicos confundieron los fármacos. O… Bueno, los casos abundan, usen Google.
Lo suficiente, en fin, como para que esta obstinación huela mal, muy mal. Y en medio de estos días de angustia salta a las redes un vídeo grabado ocultamente en el que pueden verse y oírse a empleados del hospital tan asombrados como todos nosotros ante la actitud de la dirección. Se les oye ponerse de parte de los padres y confiesan no atreverse a decirlo en público porque «yo trabajo aquí y tengo una familia que mantener». Pero quizá el comentario más interesante sea el de un sujeto no identificado que asegura que «están encubriendo algo muy, muy gordo».
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