Hace ahora cinco años, en junio de 2017, un grupo de tres yihadistas atropelló a varios viandantes en el puente de Londres, antes de salir del coche para apuñalar a numerosas personas en el mercado, una concurrida zona de restaurantes.
Ya entonces no era un caso absolutamente insólito en una Europa que había sufrido y sufriría aún otros ataques de este tipo, algunos con víctimas más numerosas, y que alertaban del peligro que la inmigración masiva de países islámicos suponía para el Viejo Continente. Pero para los españoles, aquel atentado relativamente lejano tuvo un significado especial, porque fue también el escenario de la heroica muerte de Ignacio Echeverría, que armado solo con un monopatín acudió a enfrentarse con los terroristas y murió a manos de estos salvando la vida a una mujer.
Para muchos británicos, por lo demás, este ataque tenía otro significado, una confirmación de que su voto favorable a la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, el famoso «Brexit», podría permitir aplicar medidas sensatas al control de sus fronteras y que urgía aplicarlo de inmediato, pese a las interminables tácticas dilatorias de sus políticos.
Porque, como señalaron en su día la mayor parte de los observadores, el voto afirmativo a la salida de la UE no se debía tanto al deseo de poner fin a la esclerosis burocrática venida de Bruselas como a la imposibilidad de controlar la inmigración masiva si permanecían dentro de una Unión que había abolido las fronteras internas. Eran los tiempos en que junto a la ciudad francesa de Calais había surgido una «ciudad» paralela formada por inmigrantes mayoritariamente africanos que intentaban y con frecuencia conseguían llegar al Reino Unido.
El «Brexit» acabó llegando, el Reino Unido está ya oficialmente fuera de la Unión Europea, pero quienes votaron con la esperanza de que la desconexión frenara el flujo masivo de inmigrantes ilegales se han visto cruelmente defraudados: las llegadas de inmigrantes ilegales al Reino Unido el año pasado fueron 95 veces más altas que en 2018: más de 28.500 cruzaron el Canal en botes pequeños en comparación con solo 299 en 2018, a medida que el número de solicitudes de asilo aumenta al más alto en 20 años. El número de este año será mucho más de 28.000; algunas fuentes lo estiman en más de 50.000.
Alrededor del 90 por ciento de quienes cruzaron el Canal el año pasado eran hombres, según datos del Ministerio del Interior. Tres cuartas partes de todas las llegadas eran hombres jóvenes de 18 a 39 años, con un cinco por ciento de hombres de 40 años o más. Solo el 7 por ciento eran mujeres. Alrededor del 12 eran menores, varones en el 76 de los casos. Aproximadamente el 30 de las personas que llegaron eran ciudadanos iraníes, el 21 por ciento iraquíes, el 11 por ciento eritreos y el 9 por ciento sirios.
El número de solicitudes de asilo realizadas en el Reino Unido también ha alcanzado su nivel más alto en casi dos décadas, mientras que la acumulación de casos pendientes de examen sigue aumentando. Hubo 48.540 solicitudes de asilo, relacionadas con 56.495 personas en el Reino Unido en 2021, un 63% más que el año anterior y el más alto para un año calendario desde 2003.
La avalancha es tan alarmante que incluso el Gobierno, en absoluto refractario a repoblar la isla con recién llegados del otro extremo del planeta, ha tenido que tomar alguna medida ante el descontento popular. La última de sus ocurrencias ha sido un plan para enviar a los ilegales al país africano de Ruanda para que se procesen sus solicitudes de asilo. El primer lote de ilegales que se procesarán de esta manera ha sido identificado y notificado para su envío el próximo mes.
La idea es, en principio, impecable desde el punto de vista legal: se supone que los países deben acoger refugiados porque corren peligro si permanecen en su propio país, pero eso no les da derecho a elegir el país en el que quieren ser acogidos. Siendo subsaharianos, de entrada se entiende que tendrán una integración más fácil en países de la zona. Sin embargo, todas las instancias de poder, desde la Iglesia de Inglaterra a los grandes grupos mediáticos, pusieron el grito en el cielo ante el proyecto, sencillamente porque todos sabemos que la condición de «refugiado» es la mayor parte de las veces una mera coartada. Su supuesta indignación moral no hace más que confirmar este fraude.
En cualquier caso, el proyecto es una mera campaña de imagen. El plan solo prevé enviar un centenar el próximo mes, un ritmo que, de mantenerse, dará un total de solo 700 a finales de año, una fracción ridícula de los que entrarán solo este año.
Es difícil que la situación se dé la vuelta o incluso se desacelere en un país en cuya capital, Londres, gobernada por un musulmán de origen pakistaní, los británicos nativos son ya menos de la mitad, y cuando el partido que muestra esta absoluta indiferencia por el reemplazo poblacional no es para nada el más entusiasta partidario de la abolición de las fronteras en el espectro parlamentario.