El último atentado yihadista en suelo europeo pone al descubierto una tendencia que se ha consolidado en los últimos tiempos: Europa se ha acostumbrado a las muertes indiscriminadas en nombre de Alá.
7 de enero de 2015. Dos yihadistas entran en las oficinas de Charlie Hebdo en París y asesinan a 12 personas al grito de ‘Alá es grande’. Esa mañana Europa despertaba del sueño multiculturalista y comenzaba a sentir en sus propias carnes las consecuencias de una política irresponsable en Oriente Medio y de las Primaveras Árabes -los «procesos revolucionarios» que crearon el caldo de cultivo ideal para la aparición de una infinidad de grupos islamistas-.
Francia decretó el nivel máximo de alerta antiterrorista y convocó a las principales figuras políticas a una marcha que congregó a dos millones de personas en París. ‘Je suis Charlie’ se convirtió en el lema contra el terrorismo y el semanario satírico vendió siete millones de copias en seis idiomas, en contraste con su tirada habitual en francés de 60.000 ejemplares.
13 de noviembre de 2015. No había terminado el partido entre las selecciones de Francia y Alemania cuando los estruendos de los suicidas retumbaron en el estadio de Saint-Denis. Había comenzado un ataque coordinado en el que murieron 137 personas y otras 415 resultaron heridas. El Estado Islámico, siguiendo su modus operandi habitual, no tardó en reivindicar la masacre y las imágenes del interior de la Sala Bataclan -donde más de 100 personas fueron tomadas como rehenes- aún hielan la sangre.
Los ciudadanos se volcaron con los afectados y las marchas se repitieron por todo el país. Europa trazó entonces su estrategia contra el islamismo: encender velas, recordar a las víctimas y cantar, en este caso, el Imagine de John Lennon, que reclamaba un mundo sin fronteras. Semanas después, los investigadores determinaron que los autores de la masacre se habían aprovechado de las lindezas del espacio Schengen para viajar por Europa con total impunidad.
Los ataques en Bruselas, Niza o Berlín tuvieron una reacción similar por parte de las autoridades, pero la opinión pública fue perdiendo interés por ellos. Esta realidad se constató tras los atentados en el Puente de Westminster, Manchester, el Puente de Londres y este último en el centro de París. La multitud desapareció de las marchas ciudadanas y ni siquiera en las redes sociales se vivió un clima de repulsa a la altura de los hechos. ¿Por qué?
El alcalde de Londres, Sadiq Khan, pidió a los ciudadanos europeos que se «acostumbraran» a los ataques islamistas porque era algo «inevitable en las grandes ciudades». Más allá de lo desafortunado de sus declaraciones -pues el laborista admitió que no estaban en condiciones de luchar contra el yihadismo-, sí parece que acertó en su diagnóstico: el terrorismo se ha convertido en rutina para los europeos.
Y lo que es aún más grave: sólo cuando el atacante no es musulmán se produce un verdadero cambio de discurso por parte de los políticos y agentes del orden. El ministro de Exteriores, Alfonso Dastis, tuvo que hablar con su homólogo británico, Boris Johnson, para pedirle que aceleraran «al máximo los trámites de identificación de las víctimas» del atentado del Puente de Londres «para no añadir más angustia y dolor a las familias». La familia de Ignacio Echeverría, el español que fue asesinado cuando trataba de defender a un policía en el mes de junio, tuvo que esperar varios días para conocer lo que había ocurrido y los autores de la masacre fueron identificados 48 horas después.
Semilleros islamistas
Generaciones completas de europeos han vivido bajo el paraguas de la UE. La creación del espacio comunitario ha sido siempre uno de los grandes logros esgrimidos desde Bruselas hasta que sus numerosas fallas se convirtieron en evidentes a ojos de lo opinión pública. El espacio Schengen, que elimina los controles en los pasos fronterizos, retiró una competencia clave del Estado y permitió la entrada de centenares de terroristas listos para atentar procedentes de Siria e Irak.
La llegada de islamistas procedentes de Europa acrecentó un fenómeno que se lleva gestando durante años gracias a la connivencia de las autoridades: la creación de barrios donde los imanes radicales han tomado el poder, la sharia se ha ido implantando y las Fuerzas de Seguridad tienen restringida su entrada. París, Londres o Bruselas son algunos de los ejemplos más evidentes.
Los ciudadanos, que sí se posicionaron en contra de estas zonas y denunciaron lo que allí ocurría, ahora guardan silencio. No obstante, los terroristas de París y Bruselas habían residido y habían sido radicalizados en Molenbeek, el barrio islámico más famoso de Europa y en el que son los propios vecinos los que aseguran que están dispuestos a vivir bajo la sharia.
Los últimos ataques en Reino Unido han sido perpetrados por terroristas procedentes de zonas deprimidas del país y barrios musulmanes donde los imanes radicales se han hecho con el control. Hace unos meses, el Servicio de Seguridad (MI5) ya se declaró «incapaz» de controlar a las decenas de células terroristas activas en el país, pero la amenaza ha ido en aumento. Según una información del periódico The Times, 23.000 islamistas han sido identificados por los servicios de inteligencia como posibles terroristas, pero sólo 3.000 son vigilados a diario.
Cabe recordar que los autores de las masacres en Londres y Manchester estaban en el primer fichero, pero los responsables del MI5 consideraron que no representaban suficiente amenaza. En el caso de Salman Abedi el despropósito fue aún mayor, pues las autoridades británicas conocían sus viajes a Siria para entrar en contacto con miembros del Estado Islámico.
La reacción de la opinión pública fue tibia y los grandes medios, que tan raudos acuden a denunciar otro tipo de situaciones, han guardado un conveniente silencio ante la imposibilidad de los países europeos para controlar la situación. El temor a ser tachado de islamófobo hace que -una vez más- muchos callen en un momento crucial para el futuro de Europa.
Ya ocurrió en Suecia durante la oleada de abusos y agresiones. El testimonio de una joven sueca, que aceptó hablar para el Daily Mail, muestra lo que las autoridades del país han tratado de ocultar. «Vivo muy cerca de la ‘no-go zone’ y cada vez que vuelvo del trabajo tengo que evitar grupos de delincuentes que tratan de robarme», explicó Lucy, que siempre porta un aerosol de seguridad por «miedo a sufrir» abusos sexuales.
En el mes de febrero, coincidiendo con los disturbios, un grupo de delincuentes asaltaron su vivienda y robaron todas sus pertenencias, incluido su vehículo. Cuando llamó a la Policía, la respuesta fue sincera: «Estamos desbordados, no tenemos efectivos para atender tu petición».
«No quiero que los medios saquen mi fotografía, no quiero que me conozcan. Después podrían acusarme de racista y eso me produce pánico», explicó Lucy, que cree que las autoridades han hecho «todo» por silenciar los delitos de los recién llegados.
División en la Chapelle
No sólo al terrorismo se han acostumbrado los europeos. El ejemplo más evidente lo constituye el barrio parisino de La Chapelle. El acoso sexual en una de las zonas más populares de París ha enfrentado a quienes se quejan del hostigamiento constante a las mujeres y a los colectivos que denuncian que se relacione esta situación con los inmigrantes.
Una Europa acomplejada e incapaz de valorar los hechos más allá de sus connotaciones culturales. Aunque la situación en La Chapelle es insostenible y los culpables son cientos de recién llegados a los que las autoridades han permitido instalarse sin ningún tipo de control, decenas de asociaciones piden que no se denuncie el acoso a mujeres y mayores para no caer en la “islamofobia”.
Una campaña iniciada a mediados de mayo en la plataforma Change.org por las asociaciones SOS La Chapelle y Demain La Chapelle denunciaba que la zona había sido «abandonada a los hombres».
El barrio ha sido «invadido por los vendedores ambulantes, los pequeños traficantes y los carteristas… situación a la que se añade el problema de los inmigrantes, que no tienen nada que ver con los anteriores», precisó el presidente de SOS La Chapelle, Philippe Girault.
El norte de París alberga a una notable población de origen inmigrante y desde el año 2015 ha visto cómo aparecían frecuentemente campamentos improvisados de refugiados, después desmantelados a igual ritmo por las autoridades.
«Atravesar la calle era insoportable para las mujeres a causa de la multitud de hombres de entre 15 y 30 años» que allí se reunían, lo que obligaba a algunas a «dar largos rodeos para ir al metro», según el activista.
Girault, vecino del barrio de Pajol -dentro de La Chapelle-, se declaró satisfecho por la repercusión alcanzada con la petición, a pesar de la polémica causada: «No somos profesionales, las mujeres de la asociación prepararon el texto antes de las elecciones legislativas -celebradas en la primera quincena de junio- y no estábamos pensando en los comicios”, sentenció.
El testimonio de Laëtitia Joisin, una joven estudiante de Geografía que vive a poca distancia de la estación de metro de La Chapelle, aclara el tipo de discurso que predomina en la zona: “El Ayuntamiento está intentado echar a los inmigrantes de París”.
No obstante, cuando es interpelada acerca de si ella ha sufrido algún tipo de acoso no le queda más remedio que reconocer que sí: “Hay veces que me he sentido acosada por la calle, sobre todo en invierno cuando había más gente que dormía en la vía».
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