Es difícil hacer el balance de una gestión que tuvo inicio hace apenas un año porque un año en cualquier contexto es poco tiempo, pero mucho más si se trata de una que sucede a dos décadas de kirchnerismo. El estado de situación era de devastación generalizada de todos los órdenes, por lo que el 19 de noviembre (fecha de la segunda vuelta presidencial) y el 10 de diciembre de 2023 (fecha de la toma de posesión) marcan no sólo un mero cambio de gobierno, sino el comienzo de una verdadera reconstrucción nacional.
Como señalaba el liberal argentino más importante del siglo XX, Álvaro Alsogaray, para evaluar procesos lo importante es la tendencia más que las medidas una a una, y hoy se puede vislumbrar claramente un rumbo muy diferente al que llevaba Argentina de las últimas décadas. El resto es esperar que se pongan en marcha y que den frutos.
Porque sólo un año atrás nada estaba en su lugar. La economía se había desbocado y el país vivía un proceso inflacionario que se profundizaba a diario; el peronismo había logrado dañar y hasta demoler en algunos casos las principales instituciones de la república; el principio de autoridad estaba herido a punto tal que la Policía temía actuar por la represalia política que luego enfrentaba; con las fuerzas del orden paralizadas por la falta de respaldo político para desempeñar sus funciones naturales, el delito crecía de manera exponencial, también la pobreza y la falta de expectativas. La impunidad era moneda corriente; la justicia, esencialmente «tiempista», se movía cansinamente mientras los casos de corrupción se apilaban sin resolver. El Congreso funcionaba como un anexo del poder central, de modo que lo que menos hacía era cumplir su rol genérico de representar los intereses de la población. En medio de ese caos, los jóvenes se iban del país; España puede dar fe de ello porque abrazó amorosamente a miles de nuestros hijos, y los no tan jóvenes también partían buscando mejores condiciones de vida.
Por ese motivo, lo más significativo del desembarco de Javier Milei en la presidencia de la nación no fue el cambio de signo político, por cierto excepcional, sino la bocanada de esperanza que significó. Los ciudadanos estaban sedientos de futuro y su mensaje rupturista caló en un público agobiado por la sucesión de malos gobernantes.
Paralelamente y sin perder un minuto, el flamante primer mandatario ha implementado una serie de medidas económicas de carácter radical que son las mismas que describió a lo largo de la campaña electoral. Milei prometió terminar con la inflación, alcanzar el equilibrio fiscal, eliminar el déficit de las cuentas públicas, una mochila que el país acarreó por décadas, y desmontar la maraña de regulaciones que asfixian a la actividad económica para luego encaminarse a una baja de impuestos al sector privado, que ha sido históricamente el pato de la boda de la fiesta peronista.
La combinación del desastre económico heredado y las derivaciones del durísimo plan económico del nuevo Gobierno trajo aparejadas consecuencias inevitables: una profunda caída de la actividad económica, importante alza de las tarifas de los servicios públicos producto del monumental atraso que arrastraban, devaluación de la moneda establecida en 2% mensual y una recesión ineludible.
Sin duda el mayor éxito de esta administración hasta el presente es el decidido freno de la inflación, que pasó de un alarmante 25% mensual con el anterior Gobierno a un 2% mensual en sólo un año. A eso se suman otras iniciativas prometedoras como el llamado RIGI, un régimen especial que incentiva las grandes inversiones, una necesidad imperiosa para un país al que el capital desconfía porque ha sido un deudor serial que ha esquivado sus compromisos y no ha honrado sus deudas. El titánico intento ahora está concentrado en convencer a los inversores para que vuelvan a confiar en el país.
En el aspecto político, Javier Milei es un completo outsider que nunca participó de la contienda electoral, pero que profesa una explícita admiración por el expresidente Carlos Saúl Menem. Y es probable que sea de quien haya aprendido el pragmatismo peronista.
Su hermana Karina, además de ejercer el cargo de Secretaria General de la Presidencia, es el pilar emocional del primer mandatario y siempre lo fue, porque la unión de ambos es muy anterior a la política. Ella y un reducidísimo puñado de funcionarios conforman su entorno de máxima confianza.
Uno de los más cercanos colaboradores de la actual administración es Eduardo Menem, sobrino del expresidente Carlos Menem y conocido por su apodo de «Lule»: actualmente es subsecretario de Gestión Institucional, un cargo difuso porque su mayor aporte es el vasto conocimiento que tiene del ámbito político. Hace 40 años ininterrumpidos que trabaja en el estado, la mayor parte de ellos en la Cámara de Senadores. «Lule», cultor del bajo perfil, sin embargo se ha transformado en un operador político clave del Gobierno. La custodia de la Cámara de Diputados ha recaído en su primo, Martín Menem, que la preside. Ambos acercan funcionarios de dilatada trayectoria peronista: Daniel Scioli (ex vicepresidente de Néstor Kirchner y ex gobernador de la provincia de Buenos Aires entre otros cargos), Guillermo Francos, hoy jefe de gabinete de ministros y ex representante de Argentina ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) durante la presidencia del kirchnerista Alberto Fernández y ex presidente del Banco de la provincia de Buenos Aires.
Patricia Bullrich, una pieza clave del entramado político de Javier Milei, también tiene origen peronista. En segundas y terceras líneas sobrevivieron funcionarios de la gestión anterior, modalidad que se explica en parte por la dificultad de la nueva fuerza política para ocupar todos los cargos.
Un año de Gobierno de Javier Milei al frente de la presidencia de Argentina es un hito significativo, dado que el economista libertario asumió con una agenda muy distinta a la de los gobiernos anteriores. La situación política y económica del país, además de las expectativas de la sociedad, están cargadas de complejidad y los cambios que se propone Milei conllevan grandes desafíos legales, políticos y económicos.
Su retórica confrontativa le ha permitido diferenciarse y captar las adhesiones especialmente entre quienes se sienten frustrados por la política y los políticos tradicionales, pero también ha mantenido vigente la profunda polarización que se remonta a los años kirchneristas. Lo cierto es que sus modos son una estrategia política que hasta ahora no le ha dado más que satisfacciones.
En el orden internacional, después de ver a Argentina cercana a Venezuela, Irán y a los peores líderes de la región, se celebra el giro hacia Occidente, la amistad con Estados Unidos, Israel o Italia. Alejarse de la Agenda 2030 y de los credos que sacralizan el feminismo y el cambio climático también se vive como un alivio después de tanta fidelidad a los mantras de las izquierdas.
El balance entre la expectativa y la incertidumbre, las ganas de la población de creer, la necesidad de apostar por un futuro mejor versus la fragilidad del proyecto político es aún una incógnita con final abierto. Sin embargo, Argentina está demostrando encontrarse preparada para un baño de realidad después de la carísima fantasía kirchnerista y por eso sobrelleva con madurez las dificultades del crecimiento. Probablemente le cueste entender del todo el sacrificio actual, pero sabe que el otro camino estaba definitivamente agotado.