«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Don Damián Iguacén, obispo emérito de Tenerife

Don Damián Iguacén, obispo emérito de Tenerife, tiene 98 años. Como obispo fue una bendición de Dios en una época en la que Dios parecía habernos olvidado con sus bendiciones. Le nombró obispo de Barbastro Pablo VI en 1970, unos años de pésima cosecha episcopal. Don Damián fue una excepción. Hasta el punto de que a algunos le pareció una equivocación del Papa. Pero equivocándose o no nos mandó un obispo bueno, bueno. Por donde pasó, Barbastro, Teruel y Tenerife dejó un recuerdo maravilloso. En 1991 le aceptaron la renuncia de Tenerife. Con apenas cuatro meses de prórroga. Se merecía una mucho más larga pero había que colocar, ¿desterrar?, al obispo de Ávila. No salieron ganando los chicharreros. Pero eso es otra historia. 

Y ese hombre de Dios no hizo lo de la mayoría de los eméritos. Desaparecer. Siguió llevando a Dios a donde quiera que le llamaran. Y claro que le llamaban. Veintitrés años más de servicio a la Iglesia. Y de buenísimo servicio. Seguro que Don Damián piensa que un sacerdote y un obispo no se jubila nunca. Hasta que Dios le llame o le envíe una enfermedad que impida todo servicio. Dios le ha obsequido con una buena salud y a la Iglesia de España con ella. Pienso que ya a sus 98 años habrá tenido que restringir bastante su actividad. Iba donde le llamaban. Pero ahí sigue en su ministerio. Con esos años encima, que apenas tienen ya muy pocos obispos de la Iglesia, en esta Semana Santa ofició prácticamente todos los actos en la capilla del convento de Santa Clara de Huesca. Con una lucidez verdaderamente envidiable. Sigue dándose, como lo hizo toda la vida. Sin alharacas, sencillamente, con el buen olor de Cristo.

¡Vaya birria de carrera! Barbastro, Teruel y Tenerife. Pues qué hermosa vida episcopal. Un hombre bueno, un obispo bueno, un emérito bueno. Quien como yo tiene sus más y sus menos con el episcopado, o con algunos miembros de ese cuerpo, ante Don Damián me quito el sombrero. ¡Ay, si todos los obispos fueran como Don Damián!    

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