Me envían muchísimos mensajes: inteligentes, pesados, graciosos, estúpidos… Me hacen perder no poco tiempo algunos y otros los disfruto. Algunos hasta os los hago llegar. Como hoy, éste. Creo que vale la pena:
«REPORTÁNDOSE»
–Autor desconocido, adaptado por el Padre Jordi Rivero.
Un sacerdote daba su recorrido por la iglesia al mediodía, cuando, al pasar por el Altar decidió acercarse para ver quién había venido a rezar. En ese momento se abrió la puerta, el sacerdote frunció el ceño al ver a un hombre acercándose. Estaba sin afeitar, vestía una camisa rasgada y su abrigo era viejo y deshilachado. El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza, luego se levantó y se fue.
Aquello fue el comienzo de una rutina diaria. Siempre llegaba aquel hombre a la iglesia al mediodía, se arrodillaba brevemente y volvía a salir. El sacerdote, un poco temeroso, empezó a sospechar que se tratase de un ladrón, por lo que un día se puso en la puerta de la Iglesia y cuando el hombre se disponía a salir le preguntó: «¿Qué haces aquí?». El hombre dijo que trabajaba cerca y tenía media hora libre para el almuerzo y aprovechaba ese momento para rezar, «Solo me quedo unos instantes, sabe, porque la fábrica queda un poco lejos, así que solo me arrodillo y digo: «SEÑOR, SOLO VINE PARA AGRADECERTE… CUAN FELIZ ME HACES. TE PIDO PERDÓN POR MIS PECADOS… NO SÉ MUY BIEN COMO REZAR, PERO PIENSO EN TI TODOS LOS DÍAS… ASÍ QUE JESÚS, ESTE ES JAIME, REPORTÁNDOSE»».
El Padre, avergonzado, le dijo a Jaime que estaba bien y que era bienvenido a la Iglesia cuando quisiera. El sacerdote entonces se arrodilló ante el altar, sintió derretirse su corazón ante el gran calor del amor de Jesús. Mientras lágrimas corrían por sus mejillas, en su corazón repetía la plegaria de Jaime: «Señor, solo vine para agradecerte… cuan feliz me haces. Te pido perdón por mis pecados… no se muy bien como rezar, pero pienso en ti todos los días… así que Jesús, soy yo, reportándome».
Jaime y el sacerdote se hicieron amigos. Jaime se confesaba y recibía a Jesús en la Eucaristía con gran devoción. El padre por su parte aprendía mucho de la pureza y la fe de Jaime. Cierto día el sacerdote notó la ausencia del viejo Jaime. Los días siguieron pasando sin que Jaime volviese por la iglesia, por lo que el Padre comenzó a preocuparse, hasta que un día fue a la fábrica a preguntar por él; allí le dijeron que estaba en el hospital. Le contaron que desde que Jaime internó en el hospital se sentía su ausencia en la fábrica. Sus compañeros a menudo le molestaban porque siempre era recto y al mismo tiempo muy gentil. En el fondo todos lo admiraban y ahora lo extrañaban.
La enfermera no podía entender por qué Jaime estaba tan feliz. El sacerdote se acercó al lecho de Jaime con la enfermera y ésta le dijo: «Ningún amigo ha venido a visitarlo, él no tiene a donde recurrir». Jaime escuchó aquellas palabras y dijo: «La enfermera está equivocada… ella no sabe que todos los días, desde que llegué aquí, al medio dia, un querido amigo mío viene, se sienta en mi cama, me agarra de las manos, se inclina sobre mi y me dice: «JAIME, SOLO VINE PARA AGRADECERTE… Y DECIRTE CUAN FELIZ ME HACES. TE AMO Y PERDONO TUS PECADOS. SIEMPRE ME GUSTO ESCUCHAR TUS ORACIONES… Y ESTAS SIEMPRE EN MI CORAZÓN…. ASI QUE ESTE ES JESÚS, REPORTANDOSE».