Los hay que ni siquiera salen de su despacho. Ni al balcón se asoman. No vaya a darles un aire y se refríen. Don Atilano, obispo de Sigüenza-Guadalajara, es un obispo callejero. Se encuentra feliz entre la gente. Entre su gente. Lo que se pierden los obispos que no se atreven a franquear el portal de su casa. Y lo que se pierden los fieles de esos obispos.
Sé de obispos, porque lo he visto, que tienen que hacer hasta logaritmos para calcular la hora de llegada a un acto. En ciudades pequeñas si el lugar al que van, a pie, está a diez minutos de su residencia, tiene que salir con media hora de antelación porque tan breve paseo tiene innumerables paradas. Y a veces han calculado mal y llegan con minutos de retraso. Benditos los obispos a los que retrasan sus fieles y benditos los pueblos que retrasan a sus obispos.
Don Atilano es de esos. Sencillo, humilde, cordial, próximo a todos, y a la mayorá de los que se le acrcan ni los conocerá, con la sonrisa abierta siempre presente. Benditos también los obispos que sonríen porque en ella está la sonrisa de Dios.
En otra ciiudad castellana, a la que Dios ha bendecido, por fin, con un obispo espléndido, que ha acabado con lo que parecía un prolongado maleficio, una persona me dijo: Acabo de encontrarme con el señor obispo. Y me ha preguntado por la salud de mi madre. Jamás me había ocurrido con los anteriores. Y lo decía con entusiasmo emocionado. Tengo también el mejor de los conceptos de ese obispo. Para mí entre los mejores de España. Y cuando digo entre los mejores quiero decir entre la media docena de los mejores. Una vez tuve que acudir a las oficinas episcopales. Me atendió un portero miuy amable y pensé que era momento de confirmar la máxima opinión que tenía de su obispo. Por supuesto que lo que me dijera no iba a cambiar el concepto que yo tenía. Pero tuve la curiosidad de la indagatoria:
-Buen obispo tienen ustedes.
-No lo sabe usted bien.
– ¿Mejor que los anteriores?
-¡Qué le voy a contar! Mire usted. Todos los días el señor obispo pasa varias veces delante de mí. Yo siempre me levanto y le digo, buenos días, o buenas tardes, señor obispo. El anterior ni me contestaba. Éste, lo hace siempre. Con una sonrisa. Y muchas veces se para conmigo. ¡Y me llama por mi nombre! Eso lo decía entusiasmado. Sabe el nombre de mi mujer, me pregunta por mis hijos. Y hasta una vez me dijo, al regreso de una salida, vente a tomar un café conmigo.
-No puedo dejar esto solo, señor obispo.
Y él llamó a su secretaria que ocupó mi puesto los quince minutos que duró el café. Me lo contaba con voz quebrada por la emoción.
Pues Don Atilano es de esos obispos.
Su última pastoral, por llamar pastorales a las cartas semanales con las que nuestros obispos suelen obsequiarnos y que no suele leer nadie, glosando al Papa Francisco, está muy en su línea. Él nunca balconeó. Siempre estuvo en la calle. En Oviedo, en Ciudad Rodrigo, donde dejó un inolvidable recuerdo, y ahora en su actual diócesis. El Papa no le ha enseñado nada pero seguro estoy de que es feliz coincidiendo con las recomendaciones del Papa en lo que era su conducta habitual. Y diría más. Don Atilano es feliz en todo. Incluso en las enormes dificultades que hoy el episcopado supone. Un diocesano suyo me contaba como le decía entusiamado que ya tenía no sé si uno o dos seminaristas. En una diócesis que había dejado a cero en el Seminario. La peor de España. Hoy ya es otra.
Un obispo bueno. Como ya hay bastantes en España. Y un obispo en la calle. Que también. Qué es donde deben estar. En el templo y en la calle. Por supuesto que hay horas de despacho, necesarias, pero pobre obispo el que no sale del despacho. Y pobres fieles.
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