Porno duro. No estoy contra la pornografía, excepto en política. Y no vengan los neoviejos foucaultianos diciendo esa boludez de que «todo es político». España, o los millones de votantes necesarios, ha asumido el destape definitivo, moral, mortal. La semana corrida es especialmente ilustrativa de que, como en el 98, estamos de nuevo en pelotas.
El asunto. Consecuencia de vivir en la permanente ficción, cosa muy difícil de llevar sin caer en repetidos tropiezos, el ejecutivo se ha visto envuelto en otro tejemaneje. Según van conociendo los ilusos ciudadanos, había comprometido la compra de munición para pistolas que usa la Benemérita a una empresa israelí. Alguien, quizás en el Ministerio de Interior, debió irse de la lengua provocando que la parte más antisemita y progre de la coalición montara en cólera, dicho con sorna. El episodio explica el gran mecanismo del régimen sanchista: un pacto tóxico entre elementos corruptos, entendiendo corrupción como trama delictiva (o criminal) y política (toma de las instituciones).
La casa de Tócame Roque. Izquierda Unida y Sumar han convertido la semana en un espectáculo de histrionismo político. Tan extraña ya a la formalidad, la estética y la honra, la vida pública se desenvuelve entre dimes y diretes dignos de la prensa rosa, que se ve suplantada por ministros, diputados y tertuliantes ad hoc. El vodevil estos días versaba sobrela alocada cadena de decisiones en la compra de las citadas balas. Primero que sí, luego que no, pero en realidad sí. Al enterarse y verse engañada, la vicepresidenta Díaz calificó eso como una «vulneración flagrante» del pacto de coalición, aunque aseguró que el Gobierno goza de «buena salud». Formidables tragaderas. Por su parte, Urtasun, burguesito PSC con abuelo falangista, exigió la cancelación del contrato y una comparecencia de Marlaska, aunque también descartó, habitual coherencia, abandonar el barco. Otro ministro, Sira Abed Rego tildó de «inaceptable» financiar un «Estado genocida», si bien el sillón ministerial sigue siendo mucho más importante que cualquier «genocidio». Llamado por la peligrosa situación, Antonio Maíllo, viejo profesor de latín, revivía con nostalgia su pedigrí anti-OTAN. Barajó salir del Gobierno, pero, de entrada, no. Y Enrique Santiago, con sutileza prosoviética, consultó a los servicios jurídicos de IU para deshacer el contrato, insinuando que Robles y Marlaska deberían hacer las maletas. Finalmente, Sánchez dio su brazo a torcer. De pronto esa panda que no tiene dónde caerse muerta fuera de su gobierno se había puesto seria. Ah, los seis o siete millones comprometidos con la empresa israelí serán pagados, de una manera u otra, por el esforzado y masoca pueblo español.
Pedigüeño Iglesias. No es una característica exclusiva de los comunistas, pero ellos siguen dejando históricas lecciones de lirismo militante. El gran misterio es que una bandera bajo la que se han cometido los más atroces crímenes siga causando todavía adhesiones. Si bien en el actual Occidente la cosa no pasa de conmovedores juegos entre chicos con sueldazo público y discursito insurgente. Metido a odioso empresario, Iglesias pedía estos días dinero para ampliar su negocio, la Taberna Garibaldi de Madrid. Con dos criadillas, prometía enviar fotos y un video cantando al incauto que soltara la mosca. Las redes, espacios de opinión libres, o incluso insubordinados, se le echaron encima. A veces con escasa delicadeza, aunque el fondo de la cuestión se prestaba a ello. Iglesias es un tipo que lleva años dando lecciones y señalando a quien no le gusta. Por ejemplo, a los ogros empresarios, aunque él también lo sea. Ante semejante panorama, la compañera Belarra demostró fidelidad al amado líder, retirado en su dacha para montar campañas benéficas a su favor: «Todo el apoyo a la iniciativa de Pablo Iglesias para la nueva Taberna Garibaldi. Más Tabernas Garibaldi donde crear espacios de organización frente al fascismo», escribía en X.
Trump vs. Harvard. En un nuevo episodio de su cruzada contra las elites académicas, el presidente de Estados Unidos ha vuelto a lanzar un dardo a la Universidad de Harvard, venerable institución que se ha transformado en un nido de «lunáticos desquiciados» y «antisemitas de extrema izquierda». Más o menos como la facultad de Políticas de la Complu o la de Historia de la Autónoma de Bellaterra (que se lo digan a los muchachos de S’ha Acabat!). Un mensaje publicado esta semana en su feudo digital, Truth Social, no escatimaba en adjetivos: Harvard, aseguraba, es una «amenaza para la democracia», un nicho habitado por estudiantes de todo el mundo dedicados a «destrozar el país» mientras profieren «odio» dentro y fuera de las aulas. El origen de esta diatriba parece ser la decisión de la administración federal de congelar subvenciones por más de tres millones de dólares destinadas a dicha universidad, medida que el presidente justifica como respuesta a las protestas estudiantiles contra Israel. Según su narrativa, el campus es un «caos liberal» donde la libertad de expresión se confunde con un festival hippie armado con iPhones. Añadiendo leña al fuego, el rector de Harvard, Garber, anunció el lunes una demanda.
Otra batalla. Algunos tardarán mucho en comprenderlo, y quizás, según cómo vayan las cosas, nunca lo harán, pero Donald representa un intento de cambio de época. O de régimen. Una especie de revolución nostálgica, en términos historiográficos. Esta semana su Administración ha llevado la batalla contra el wokismo hasta la Corte Suprema. Buscaaval para una ley que expulse la ideología de género del Ejército vetando el ingreso de ‘serestrans’, conocidos en los años ochenta como travelos. El presidente argumenta que identificarse con un género distinto al biológico es, básicamente, incompatible con ser un soldado, «con un estilo de vida honorable, veraz y disciplinado, incluso en su vida personal». Por décima vez Trump recurre al Supremo para salvar sus políticas tras tropezar en tribunales menores. Un juez, Benjamin Settle, ya tumbó la medida en marzo, señalando magnánimo que la amenaza trans a la «cohesión militar» es más un eslogan que un hecho. Mientras, también el Supremo delibera sobre leyes que prohíben tratamientos de género para menores, otra lacra del wokismo.