Semana postelectoral, que en España, país de ruido y fuego, tiene la significación de una postguerra, disparados cálculos e imaginación desbordada ante los posibles repartos del poder. El socialismo proclama que «el procés ha muerto». Muchos catalanes sabemos de su fenecimiento desde la huída de Puigdemont, el 155 y el posterior paso por la trena de quienes se quedaron. Los episodios de violencia callejera en Barcelona (2017), además de muy desagradables, fijaron en las carnes del catalán medio un temor atávico, las típicas especulaciones emocionales que caracterizan a este pueblo. No hay recios mimbres para el heroísmo en ese rincón del Mediterráneo. En cualquier caso, lo que no ha muerto, ni morirá nunca, es el nacionalismo. Seguirá su vida, contagiando a las generaciones venideras con mayor o menor virulencia, a no ser que nos convirtamos en una república islámica, posibilidad houellebecquiana. Contiene algo que fascina, que remueve los aspectos más ofensivos del ser humano civilizado. Desde hace más de cien años, es la enfermedad incurable de Cataluña, engendro cultural que la condena a periódicas decadencias históricas.
Hay Sánchez para rato. No gusto de hacer pronósticos, si bien parece que, como en tantas otras ocasiones, la flor que el presidente tiene donde la espalda pierde su honesto nombre vuelve a renacer tras un mustio periodo.
Socialismo catalán. La victoria del PSC ha provocado reacciones sorprendentes, como que antinacionalistas de toda la vida la celebren, aunque ya sepamos por estos lares cómo se las gasta ese partido: sin su inestimable colaboración la maquinaria clientelar y sentimentalmente antiespañola, tan bien montada por el pujolismo, no hubiera podido mantenerse. Fueron los gobiernos del PSC quienes tuvieron la oportunidad de dar carpetazo al sistema catalanista, sin embargo Maragall decidió, fiel a su condición de burgués con conciencia social y nacional, emular al padre de todos los catalanes, Pujol. Se revelaba así que de aquellas dos míticas almas del socialismo catalán sólo una, la patriota, tenía peso específico. De ahí la fundación de un ya difunto Ciudadanos. Apenas cumplidos los dieciocho años, el pasado domingo desapareció del panorama político dejando un bonito cadáver.
La pela és la pela. Los empresarios catalanes que no movieron un dedo (algunos arrimaron el hombro) cuando la huida hacia adelante de Mas, Puigdemont y Torra, sueñan con un Gobierno de Illa apoyado por el PP. Soñar es gratis y el resumen de la experiencia desde 2012 resulta desastroso en términos económicos, de confianza y de seguridad jurídica. La aventura procesista, tan infantil (ergo, peligrosa) como equivocada, sumió a Cataluña en un pronunciado declive. Era una respuesta política tremendamente errónea a efectos sociales, mentales y económicos de la crisis de 2010. Esto, cualquier analista político normalito, o cualquier persona con sentido común, podía vaticinarlo en las tempranas jornadas del mesianismo postpujolista, cuando Mas fue a Madrid a pedir un trato excepcional (predilecto) para Cataluña.
Caídas en desgracia. Una sombra se cierne estos días sobre Gabriel Rufián. El que fuera llevado a Madrit como exponente del charnego agradecido (formó parte de una plataforma-chiringuito, llamada Súmate, que montó el nacionalismo para atraer a hijos de andaluces o extremeños) permanece semioculto estos días. Apenas apareció en campaña y, ahora, van saliendo en prensa noticias preocupantes sobre su papel en el partido de los tontos, aquel que desde siempre aglutina en sus filas a los catalanes más merluzos, ERC. La debacle republicana se ha cobrado ya la cabeza de algunos altos (por decir) cargos. El mismo Junqueras, exponente del nacionalista que queriendo servir a la patria la perjudica cual si fuera su peor enemigo, ha hecho un Sánchez. Se va, pero sólo un rato, para volver cual ave fénix en noviembre. El mejor servicio a Cataluña lo haría si se quedara en casa escribiendo algún libro y dedicándose a la familia. Bien, decíamos sobre el futuro del cariñosamente llamado Rufi. Fue entrevistado en 2015 (Público) y contestó así: Periodista: «-Entonces prevé una estancia corta en Madrid…»; Gabriel Rufián: «-Sí, sí, 18 meses. Lo que está pactado. Y vamos a cumplir los tiempos». Quizás haya llegado la hora de cumplir tal promesa, aunque sea porque le dan la patada en el trasero sus camaradas y, sobre todo, el desagradecido pueblo catalán.
Fomentando la pederastia. Como si de un juego se tratara, algunas instituciones, infestadas por elementos de Podemos, antes, y Sumar, ahora, van propagando el virus woke. Esta semana, pudimos ver un cartel en Almería que, con pocas dudas, sanciona la pederastia. La publicidad muestra la fotografía de un niño y el lema: «Si dice no, no es sexo, es agresión». Están implicados el Ayuntamiento de la ciudad y, cómo, no, el Ministerio de Igualdad. Recordamos al hilo unas declaraciones en 2022 de Irene Montero, a la sazón ministro del ramo: «Los niños, las niñas y les niñes tienen derecho a saber que pueden tener sexo con quien quieran». ¿Volverá, iluminado por estas señoras enfermas de sexismo, el hombre de los caramelos a merodear los patios de colegio?