Biden. La salud mental del presidente de los Estados Unidos vuelve a ser un tema comentado, amén de sus pobres índices de popularidad, según algunos sondeos recientes. Llevamos meses presenciando los deslices del bueno de Joe, que confunde a los ucranianos con los iraníes (en Teheran dieron un respingo) o bien, como perdido en el espacio, va de un lado a otro en una sala de conferencias. Ronny Jackson, antiguo médico de la Casa Blanca, ha deslizado que el informe del actual doctor oficial no recoge el test cognitivo del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. El asunto de las azoteas presidenciales, su funcionamiento, no es nuevo. Un reciente estudio universitario en Carolina del Norte arroja luz, aunque más bien debiéramos hablar de sombras. Parece que el 49% habría sufrido una enfermedad mental. La cifra es pavorosa, aunque los investigadores nos tranquilizan diciéndonos que está en línea con la tasa nacional.
España, en feliz ebullición. Los meteorólogos televisivos están viviendo una época de enormes alegrías. Todo en ellos es alborozo y gravedad. Cada décima que sube la temperatura mínima en Córdoba, aquel termómetro informando del infierno en Cuenca al mediodía, el golpe de calor sufrido por la señora María cuando volvía del colmado, son noticias estupendas. Y ellos, al servicio de las audiencias alarmadas, no decepcionan. Se rumorea que han pedido a Pantone una ampliación de colores entre el rojo y el negro web (o sea, el más oscuro de la gama). Eso ocurre porque, en su entusiasmo y prisas por declarar la muerte del planeta, comenzaron demasiado pronto a asignar a los 23 grados un escarlata de gran efecto psicológico. Además, la gente comienza ya a aburrirse de ver siempre la península ibérica como el vestido flamenco de Lola Flores. El fin del mundo, el cataclismo climático, necesitan un color propio, igual un bruno talibán, doy esa idea. La tradicional afición de los españoles por mirar la previsión se ha visto animada por el tratamiento cada vez más terrificante del tema. Y claro, la dictadura del click (y del mando a distancia) imponen una carrera de competencia: a ver quién anuncia antes y mejor (con mayor dramatismo) el apocalipsis. A eso se le ha unido el ambiente propagandístico general, la agenda arcoíris y toda esa morralla presuntamente científica. Hace calor en agosto, pero tal normalidad debe ser tratada como excepcional. Y colorear la realidad de la ideología única, tirando a rojísima. Es lo que Hugues llama “credo climático”.
Puigdemont, un estadista. Dejó escrito Pla que «Cataluña tiene un exceso de ácidos en el estómago y ello explica la acidia general y la inapetencia colectiva. Somos un país de enfermos del estómago y nuestras llagas particulares nos impiden interesarnos de veras por las cosas del vecino». Sobre la acidez, no hay duda ninguna; en cuanto a la inapetencia, ocurre que o bien los catalanes nos hemos hinchado a almax forte los últimos once años (con el consiguiente buen ánimo para fastidiarlo todo) o, medicados sólo con soflamas, el ardor gástrico (el gastro-procés) nos ha transformado en espíritus de fuego. El Principado está sembrado de cadáveres políticos, pero, cual película de zombies de serie b, van resucitando. Quién le hubiera dicho al molt honorable que, por obra y gracia de la candidez española, su cabellera pop figuraría en todas las portadas y las apuestas. El único partido que no quiere saber nada del personaje y sus probables exigencias es VOX. Pero, ya saben, los grandes medios despachan al partido de Abascal con los ya habituales prefijos (ultra, extremo…) y, en la prensa sanchista, comienzan a verle gracia al de Waterloo. La sempiterna «solución al problema catalán», sólo que, me temo, el personaje es un maximalista. O sea, referéndum, amnistía y una Cataluña limpia de instituciones coloniales, como el cuartel del Bruc y la policía nacional. O el control directo de impuestos y justicia, detalle de exquisita calidad democrática. Si la cosa avanza conforme al interés del socialista Sánchez, a «España no la va a reconocer ni la madre que la parió».